Me presentó a Lucho Gatica, Edith Lazarus, una de mis viejas amigas dueñas de Casamar. Siempre en verano, cuando los artistas venían a Viña, se daban una vuelta por la emblemática disquería del portal Álamos para saludar a las dueñas y promocionar sus últimas grabaciones.
Una especie de Feria del Disco de provincia con unas propietarias sensibles y conocedoras de la música desde Pedro Infante hasta Claude Debussy.
Era muy grato ir a comprar discos a su tienda, conversábamos por horas antes de llevarme las últimas novedades del sello Verve o Blue Note, de vez en cuando, me regalaban un catálogo de sellos, que en esa época en que la información era como el Santo Grial para los melómanos en forma, valía su peso en oro.
Cuando me acuerdo de esa época, realmente me da nostalgia. Revisar una por una las cajoneras de discos, esperando encontrar la joyita faltante en la colección o un buen precio; aparte, la recomendación de Edith o de sus socias, que casi nunca se equivocaban cuando recomendaban una edición de un disco sesentero de Bill Evans, un disco doble con sinfonías de Mahler o un compilado de valses peruanos editados por la Odeón de ese país.
En 2002, por ahí, conocí a don Luis, al parecer había venido al Festival de Viña después de muchos años; no sé si cantó o fue sólo jurado, pero anduvo dándose vueltas por la calle Valparaíso quizás recordando tiempos idos de la ciudad, cuando era paseo obligado de las familias de Viña del Mar.
Coincidimos en la tienda cuando Edith me lo presentó. Como no había más clientes en la tienda, la conversación salió espontánea. Hablamos de su carrera y de lo distante que se hacían sus visitas a Chile, ya estaba en el declive de su carrera pese a seguir grabando discos y cantando en vivo e, incluso, siendo parte de discos de homenaje o duetos en Chile y el mundo.
Me preguntó qué música me gustaba y le señalé que toda, que en general era bastante ecléctico, y como prefería mucho la música clásica y el jazz, también dedicaba mucho tiempo a disfrutar la música popular latinoamericana desde los años 40, y por cierto, la nueva canción de esta parte del mundo.
Compartimos la idea de que las fronteras de la música eran cada vez más difusas, Piazzolla hacía jazz, Gillespie música cubana, Inti Illimani boleros, las influencias iban y venían, mientras que en el campo chileno se instalaban melodías mexicanas de la época de los días de radio, hoy con la inmediatez de los medios, se popularizaba la música del mundo democratizando los sonidos y las culturas.
Ese día compré un par de discos compactos de Gatica, respecto de los que el músico dijo no ser buenas recopilaciones, ya que se trataba de canciones grabadas hace mucho tiempo que no cumplían con los estándares técnicos de grabaciones posteriores.
Me encantó su sencillez y bonhomía, me fui y él siguió conversando con las propietarias del local, entre góndolas de cajones y afiches promocionales de la Filarmónica de Berlín con la fotografía de un Von Karajan iluminando desde un costado, con el clásico seño severo de un director concentrado en su partitura, con su brazo izquierdo alzado afirmando con fuerza la batuta, y la derecha, con la mano frágil haciendo un ademán de espera, una imagen que contrastaba con la del amable bolerista que nunca más ví pero que permaneció para siempre en el reproductor de discos de mi casa musitando profundo los sinsabores de los amores esquivos de los boleros de medio siglo.
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