En las últimas décadas, las universidades han multiplicado la compra de licencias extranjeras de bases de datos electrónicas, pagándolas de inmediato. En paralelo, para las bibliografías de los cursos, cesaron de comprar libros chilenos, pero los subieron a esos medios u otros, negándose a remunerar las obras nacionales en ellas puestas.
Con ello, insistieron en la injusticia que ya practicaban en contra de todos quienes participan en el proceso de creación y difusión del libro: el expolio de derechos intelectuales es la pandemia del libro y es anterior al Covid, que la acentúa.
El Consejo de Rectores adquiere anualmente onerosísimos derechos a empresas, especialmente estadounidenses, que a cambio del pago entregan licencias para el uso de textos en línea indispensables para la formación universitaria.
Por su parte, Reuna (Red Universitaria Nacional) adquirió, con motivo de la pandemia, la licencia de Zoom y de otras plataformas, al igual que, la casi totalidad de las universidades de Chile. Ahora bien, ni esas instituciones ni la mayoría de las universidades se resuelven a solicitar la licencia por usar libros chilenos.
La discriminación por parte de universidades privadas y públicas contra los partícipes chilenos de la creación del libro carece de lógica educativa y constituye una injusticia.
Daña a miles de trabajadores y a los estudiantes, les enseña que la producción intelectual generada en el país carece de valor. Asimismo, bloquea la posibilidad de que esos jóvenes, mañana profesionales, sean remunerados por el trabajo intelectual.
¿El motivo de la discriminación? Que son chilenos y que los montos son pequeños, pero por eso mismo significativos para quienes esa remuneración contribuye a vivir.
La mayoría de los trabajadores del libro y de las editoriales son pobres y no tienen cómo pagar un juicio para hacer valer sus derechos. Y son más pobres porque se les roba lo debido por su trabajo. El éxito de ventas y la poderosa editorial que le acompaña son excepciones rarísimas.
En cambio, muchas empresas universitarias privadas generan grandes ganancias, en parte por el uso de los libros producidos en Chile. Es una total ausencia de solidaridad en la agobiante situación en que la pandemia ha puesto a los trabajadores del libro. Cuando se trata de producción chilena, toda universidad es deudora, directa o indirectamente, del trabajo intelectual de terceros en que se apoya.
En Chile, la gestión de las autorizaciones de utilización de libros es simple, gracias a que es administrada centralmente por la SADEL (Sociedad de derechos de las letras), corporación autorizada por el ministerio de Educación y regida por la Ley de Propiedad Intelectual.
Esta entidad otorga las licencias a valores reducidísimos y gracias a ello comienza a lograr un equilibrio entre, por una parte, el reconocimiento de los derechos que tienen los partícipes del proceso completo de creación y difusión de obras intelectuales y, por otro, el acceso de la sociedad a dichas obras.
Los valores cobrados por Sadel son infinitamente menores que los pagados por el Consejo de Rectores a algunas empresas extranjeras por el uso de las obras intelectuales que ellas administran.
Sabiéndolo, solo una cifra mínima de las universidades se ha avenido a mantener ese indispensable equilibrio entre los intereses sociales y la subsistencia de los partícipes de todo el proceso de creación intelectual chileno. Eso no ha impedido que muchos socios de Sadel liberen algunas de sus obras, más aun durante la pandemia.
Ni la premura, ni la necesidad educativa, ni el Covid son excusa. Ha llegado el momento de que el Consejo de Rectores solicite a Sadel una licencia remunerada que autorice subir masivamente libros chilenos a plataformas electrónicas universitarias.
Las universidades chilenas deben evitar que se llegue a una situación como aquella vista en la causa 18194-2017, ante el 26° Juzgado Civil de Santiago, que se saldó con una condena de la Universidad Santo Tomás en primera instancia y un avenimiento en segunda, celebrado en diciembre 2019.
Fue un proceso vergonzoso para la institución condenada, que puso en el tapete el vínculo entre la apropiación indebida de derechos intelectuales y la degradación de la vida intelectual chilena: sin editoriales, sin autores, sin distribuidores y libreros no hay ni libros ni libertad de conciencia.
El Estado puede contribuir a ese acto de justicia con una ley que permita resolver en los juzgados de policía local los casos por montos pequeños (la mayoría) y elevando a requisito de acreditación universitaria el contar con licenciamiento para libros chilenos.
En tiempos de docencia en línea y de cuarentena, nada mejor que ofrecer lecturas, digitales y en papel, gratuitas para todos los alumnos, pero respetando los derechos del libro, que sus autores, editores, distribuidores y libreros son trabajadores. Poner a disposición libros chilenos, sin matarlos, es una buena manera de luchar por la subsistencia y por la libertad, amenazadas bajo pretexto de pandemia.
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