Ha muerto Ricardo Larraín, director de cine que recordaremos por mucho tiempo gracias a su película La Frontera y también a su creatividad en el mundo de la comunicación audiovisual. Lástima, verdaderamente, porque apenas tenía 58 años. Y verdaderamente una lástima, porque mucha de su energía la ocupó los últimos diez años para defenderse valientemente de la enfermedad que lo doblegó.
Trabajamos juntos en un documental sobre la vida del cardenal Silva Henríquez el año 1997. Él como director, yo como músico. Luego nos vimos el año 2006 cuando registró magistralmente nuestro trabajo musical llamado Esencial.
Tenía Ricardo la obsesión de querer filmar el cómo los músicos se conectan para interpretar la música, el gesto, la respiración, la frase musical, la relación de cada cual con su instrumento. Quería entrar en el mundo fantástico de las notas musicales. Hay que ver ese trabajo suyo para—más allá de preferencias artísticas—entender su intensa sensibilidad y su pulcra y humana estética.
Luego otro trabajo, nuestro disco con Eva Ayllón filmado en el Café Torres de la Alameda en Santiago, año 2011 en medio de su lucha por seguir viviendo.
Admirable cómo Ricardo sabía compartir con los jóvenes cineastas y les daba importantes responsabilidades. Así fue en ambos trabajos con el Inti-Illimani histórico.
Lástima por su familia y sus hijas muy cercanas a las mías. Para ellas nuestro afecto inmenso de grupo. Lástima, porque algo extraño y fuerte sucede cuando muere un artista que apreciamos. Algo se nos extravía. Y eso que es indescifrable y poderoso nos conmueve.
Quizás si no sea otra cosa que lo que él buscaba con sus arte cinematográfico. Eso que desvela a los artistas verdaderos y que los deja como suspendidos en el tiempo para que así los recordemos. Como Ricardo Larraín, el cineasta.
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