En unos días más estaremos recordando los 70 años de la Declaración de los Derechos Humanos, adoptada en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, en París. Desde ese momento, este documento ha servido de horizonte para ir construyendo una sociedad en la que se respeten la dignidad inalienable de la persona humana.
Dentro de ese marco, el 25 de noviembre recién pasado, como Iglesia y junto a numerosas personas, renovamos el compromiso asumido el año 1978 por el Cardenal Raúl Silva Henríquez.
Fue un acto simbólico en el cual volvimos a manifestar nuestro sueño, como bien lo expresa la Cantata de los Derechos Humanos: “Una ciudad yo quisiera construida en libertad, un mundo ancho y abierto donde podamos amar… Quiero una patria sin miedo, un hombre de frente en alto, quiero que rija el derecho, y el pueblo sea escuchado”.
Tal vez, por esto mismo se hace aún más importante ese maravilloso anuncio que sorprende a los pastores de Belén que cuidan rebaños en las cercanías del lugar, y que resonará en nuestros oídos en pocos días más.
Es un anuncio que rompe el silencio de una larga y fría noche.
Noche que se hace más larga por la rutina, por las esperanzas no cumplidas, y por esas ansias que se van consumiendo en una espera insatisfecha.
Todos nosotros conocemos esas noches. También son parte de nuestro camino. Conocemos esas preguntas largamente manifestadas y que no siempre tienen respuestas y sabemos de esperanzas que deben vencer largos períodos de tiempo para alcanzar lo ansiado.
No obstante, el anuncio de los ángeles, más allá de lo maravilloso de la forma, no tiene nada especial. Solo anuncia que ha nacido un niño en un pesebre, como tantos otros en iguales condiciones, en que su único cobijo es la mirada de amor de sus padres, una mirada que también habla de la pregunta de cómo hacerse cargo de una vida cuando falta todo.
Tal vez, los pastores más que creer en el fondo del anuncio, parten para solidarizar con esos padres. Ellos saben lo que es no tener un sitio, un lugar, lo que es ser marginados, lo que es ver que las puertas no se abren.
Esos pastores saben lo que es encontrarse con muros insalvables de indiferencia, saben de la frustración de no poder ayudar a los suyos, y saben lo que es ver un problema y no ver la solución.
Aunque, por otro lado, todo nacimiento es lindo. Toda vida que comienza regala esperanza. Por eso van. Llevan algunas cositas, de lo poco que tienen, para ayudar en la necesidad. Llevan algo de queso, pan, incluso, un corderito que pagarán entre todos.
Van, ven con sus ojos, escuchan, y quedan sorprendidos. Al mirar los ojos de ese niño vieron sus propios rostros, pero traspasados por un amor infinito, que les hizo sentir como si un torrente de vida los inundara. En ese momento, recordaron algo del canto de los ángeles, algo que hablaba de un Salvador. ¡Quizás es verdad!
Puede que ahí esté la clave: moverse, partir, sacudirse lo que nos detiene. Sacudirse lo que nos ha hecho detener el paso, perder esperanza, apagar los anhelos.
De ese modo, también podremos encontrarnos con un niño, y mirando sus ojos, y siendo observados por ellos, podremos sacar ese canto ahogado por tantas razones dentro de nosotros.
¡Ven, que andamos sedientos de sentido y horizontes!
¡Ven, que hay mucho amor herido, mucho silencio adolorido, mucha tristeza esperando tus buenas noticias!
¡Ven, que nos hemos encerrado en corazones de piedra y separados por alambres cortantes!
¡Pero tú tienes la llave!
¡Ven, nace en cada uno de nuestros corazones!
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