Es sorprendente que durante 20 o 30 años hayamos pensado que el bienestar se había instalado en Chile para todos… y no estoy hablando desde la mirada del Estallido social.
El coronavirus ha desnudado nuestras profundas debilidades, sobre todo las institucionales.
Si bien es cierto que con la llegada de la democracia ha habido crecimiento económico y disminución de la pobreza, esta pandemia ha servido para evidenciar que no se ha logrado asegurar mejores condiciones de vida para todos, y que por el contrario, se ha retrocedido en materia de seguridad social al mantener la educación, la salud y las pensiones en manos de privados, sin contrapeso.
El Estado no debe ser omnipresente, pero sí debe generar políticas públicas para dar respuesta a las necesidades de la sociedad, así como para supervisar su correcta aplicación por parte de públicos y privados.
El coronavirus ha hecho que en Chile se conozcan realidades que muchos ignoran, incluyendo a las autoridades de gobierno. Tanto es así, que el ministro Mañalich confesó que desconocía el nivel de pobreza y hacinamiento que hay en algunos sectores de Santiago.
En primer lugar, un tema que se ha instalado en la agenda, es el hacinamiento. Hay un enorme déficit de viviendas sociales, que muchas veces cumplen con los mínimos estándares - que por cierto define el Estado - y son construidas por empresas que anteponen el interés económico a la calidad.
El tema de los inmigrantes es para otra columna y ciertamente el gobierno de Michelle Bachelet cometió un error, no por abrirles las puertas, sino por carecer de un plan para insertarlos.
Por otra parte, ha habido una grave omisión en la obligatoria necesidad de fortalecer el sistema público. Aunque esta es una pandemia que ha colapsado los sistemas de salud de todo el mundo y no se puede esperar una respuesta perfecta, en Chile ha reconfirmado que la salud pública no responde a las necesidades de la población. Sabemos de las listas de espera en la atención primaria y hospitalaria, así como del déficit en infraestructura, médicos y camas. Todo ello, se ha visto agravado. Las políticas públicas deben orientarse a mejorar la gestión de hospitales y fortalecer la atención primaria.
También hemos sido testigos de lo que ha significado el impacto del coronavirus en la educación. Muchos colegios implementaron sistemas de educación a distancia que incluso ya habían desarrollado. Sin embargo, el 40% de la matrícula de los colegios públicos no tiene acceso a Internet (ministerio de Educación). Otra revelación que nos deja esta enfermedad.
Tampoco hay políticas descentralizadoras. Las diferencias que existen entre la capital y las regiones de nuestro país son impensadas. La oferta pobre o inexistente en salud, educación y trabajo inhiben a las personas a emigrar de Santiago. La evidente sobrepoblación de la RM tiene muchas derivadas, pero, de cara al coronavirus, ha demostrado que la alta concentración de personas puede tener efectos extremadamente negativos.
Esta pandemia nos ha venido a mostrar, entre otras cosas, que han faltado acciones para evitar ser lo que somos hoy, un país en el que conviven la pobreza y la miseria con una élite que la desconoce y la ignora.
El Estado, durante estos últimos 20 años particularmente, se ha convertido en un mero observador.
No hablo de tener un Estado protagonista, pero sí eficiente, que puede ser ciertamente más pequeño, pero capaz de definir políticas de largo plazo en áreas sensibles como las mencionadas, valiéndose de organismos como las superintendencias para asegurar su correcta implementación.
El costo de no contar con esto es el que vemos en la cuenta diaria de contagiados y muertos por Covid.
Políticos, parlamentarios y gobiernos han fallado en definir y aplicar políticas públicas a través de un Estado activo. Ello ha impedido emparejar una cancha muy desigual y es hasta ahora, lo único claro que nos ha dejado la pandemia.
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