A semanas de asumir el gobierno de transición liderado por Patricio Aylwin, por una denuncia de la Vicaría de la Solidaridad al Tribunal de Pozo Almonte, el 31 de mayo, fueron encontrados los cuerpos de 8 presos políticos fusilados en Pisagua. Se trataba de crímenes instruidos por Pinochet, en su mayor parte, bajo la fachada de sentencias dictadas por “Consejos de guerra”, en octubre y noviembre de 1973, así como, de víctimas ejecutadas a mansalva, aplicándoles la vergonzosa “ley de fugas”.
La ubicación de los restos y la inhumación de los cadáveres fue una tarea ardua que concluyó el 2 de junio de 1990. A las víctimas se les masacró disparándoles por la espalda o fusiladas por “dictámenes de los Consejos de Guerra” que recibían órdenes del Jefe castrense, Carlos Forestier, cuyo dictamen incontestable radicaba en su calidad de “delegado” del Comandante en Jefe, el dictador Pinochet.
Con esa atribución, propia de la criminalidad del régimen, disponía la vida o la muerte de centenares de presos políticos, anulando entre otras decisiones criminales, el fallo que dictando sobreseimiento, respetaba la vida del dirigente socialista, Freddy Taberna, al que hizo fusilar a las pocas horas, como también ordenó fusilamientos o largas condenas de sus dirigentes regionales.
El último de los ejecutados quedó primero al abrirse la fosa con las víctimas, dentro de un saco conservado como mortaja por la salinidad, con el rictus de la muerte aún marcado en el rostro fue un militante de las Juventudes Comunistas, Manuel “choño” Sanhueza, dirigente poblacional, asesinado indefenso por los valientes soldados.
En la cuna del movimiento obrero Pinochet quería dar una lección, liquidar cualquier manifestación de oposición y todo atisbo de reorganización del movimiento popular y la izquierda. Fue una fría decisión dictatorial la ejecución de los presos políticos, los tormentos y el hacinamiento sufridos por las víctimas y la abolición de las libertades y derechos fundamentales de las personas. En ese estado de absoluta arbitrariedad los jefes castrenses hicieron un hábito los crímenes y las conductas aberrantes.
Con ese propósito eran capaces de cometer cualquier crimen por atroz que fuera, así desataron el terrorismo de Estado en la región y no se detuvieron ante nada en su afán de destruir la institucionalidad democrática y los partidos de izquierda.
Por eso, en 1990, Pinochet en una atroz canallada se mofó del dolor de las víctimas y sus familias, al declarar que le parecía una “gran economía” haber comprimido los cuerpos colocando dos en un espacio donde cabía solo uno. En ese momento, aún con el poder de la Comandancia en Jefe del Ejército y el respaldo de la derecha económica y política, el dictador se permitía toda suerte de provocaciones al país y a la conciencia solidaria de la humanidad.
La derecha y el mando ultra conservador de las Fuerzas Armadas lo apoyaban en todo y justificaban sin piedad ni arrepentimiento las atrocidades cometidas. En el caso de las ejecuciones de Pisagua y la inhumación de los cuerpos, el almirante Martínez Busch, rechazó las demandas de justicia, con el falso argumento que, “fue una guerra”.
En Valparaíso, en el Parlamento que recién funcionaba, un diputado de la UDI, provocaba gritando. “ese es mi almirante..!!!, “ese es mi almirante...” y sus colegas de bancada le aplaudían o festejaban con grandes y obscenas risotadas, dejando en evidencia la estrecha colusión entre los autores de los crímenes y sus cómplices y encubridores civiles.
Eran los primeros pasos de la transición y Pinochet para seguir mandando usaba el miedo y el chantaje, como también utilizaba la ingeniería institucional creada por Jaime Guzmán que le daba manga ancha para frenar los avances democráticos y extorsionar desde la posición de fuerza que aún mantenía.
Al sembrar el miedo, Pinochet retardaba las transformaciones estructurales, sociales y económicas que Chile urgentemente necesitaba. Por eso, con el tiempo se ha formado una mirada crítica hacia las concesiones que el ex dictador logró chantajeando a la autoridad civil desde la Comandancia en Jefe del Ejército.
La historia juzga hoy y juzgará mañana la conducta de los diferentes protagonistas políticos de ese decisivo periodo de la aún joven vida de nuestro país. Pero, el negacionismo en Derechos Humanos no podrá tapar el sol con un dedo.
Porque no admite duda alguna y los hechos lo ratifican palmariamente, con sucesos terribles como la masacre de los presos políticos de Pisagua, la extrema crueldad del pinochetismo, confirmando la criminalidad patológica de los autores del golpe de Estado, el 11 de septiembre de 1973.
Su paso funesto por el poder no concluyó el 11 de marzo de 1990, al asumir la Presidencia de la República, Patricio Aylwin, sino que la herencia nefasta del fascismo neoliberal se ha extendido mucho más en el tiempo, cercenando y coartando las necesarias reformas que la institucionalidad democrática ha requerido con urgencia.
De hecho ahora cuando se niega a las familias un Sueldo Básico de Emergencia no cabe duda que está la huella deshumanizada del paso del pinochetismo. Si por obligación, es decir, por el impacto del Coronavirus, el Estado decide que no se puede salir y las personas deben quedarse confinadas, la mínima obligación indica que se les debe entregar un Ingreso Mínimo, pero no una migaja humillante, sino que un aporte digno que les permita sobrevivir.
No tiene nada de justo ni de digno, tampoco de humanismo, el obligar a penurias o al hambre de las familias por la ceguera de quien gobierna, es una decisión cruel y lacerante, indebida de una nación que con gran esfuerzo reconquistó la democracia.
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