Cada año que transitamos, el Primero de Mayo nos da la oportunidad de detenernos y reflexionar del rol que tiene el trabajo para nuestra sociedad, nuestra economía y nuestra comunidad. Luego de dos años de pandemia y un primer año de recuperación, los desafíos que se nos presentan son notorios y apremiantes. Las mujeres sufrieron un retroceso de 10 años, reflejado en 41,3% de participación en el mercado laboral; la informalidad laboral se ha mantenido cercana al 30%, afectando principalmente a quienes tienen menores niveles educativos; y más de 500.000 jóvenes aún no se logran insertar a sus primeros trabajos.
Estos grandes fenómenos aparecen también en un contexto global que ya ha sido bien detallado por especialistas y organismos internacionales: la expansión de nuevas tecnologías se ha acelerado en todos los sectores productivos y, con ello, es cada vez más urgente que los Estados cuenten con herramientas concretas para poder prevenir e intervenir, particularmente en favor de las personas que han alcanzado menores niveles de educación. Esto forma parte de la promoción de políticas de aprendizaje a lo largo de la vida, las cuales proponen un marco de acceso continuo a espacios de educación, con un particular foco práctico vinculado a la generación de más y mejores oportunidades laborales.
En la actualidad, Chile permanece en deuda en este aspecto, lo cual se ha reflejado en una serie de resultados de mediciones internacionales en que nos vemos rezagados en temas como el desarrollo de competencias laborales y el acceso a puestos de trabajo seguros y la productividad. Como ha desarrollado extensamente la Comisión Nacional de Evaluación y Productividad los últimos años, Chile carece de un sistema integrado de desarrollo de competencias lo cual, a su vez, dificulta el diseño de planes estratégicos que permitan anticipar qué habilidades se requieren en distintos sectores productivos. Todo esto no solo es un riesgo serio para el desarrollo económico del país, sino que también para las trayectorias de las personas que se han integrado de forma más precaria al mercado laboral.
En un contexto en que el país discute sobre la seguridad y la presencia de la delincuencia en sus barrios, creemos del todo necesario la suma de temas de fondo para dar respuesta a una crisis que, sabemos, es muy profunda. Coincidimos con los diagnósticos que señalan que, ahí donde el trabajo ha perdido terreno como alternativa de sustento y desarrollo, la actividad ilegal crece en posibilidades. Por el contrario, donde hay oportunidades, donde hay sentido de avance y futuro a través de la educación y el trabajo, las posibilidades del delito son mucho menores. La evidencia científica en este aspecto es abundante y concluyente: quienes cometen delitos violentos presentan mayoritariamente menores niveles de educación.
En efecto, para el caso chileno, 86% de la población penal no completó su escolaridad formal. Adicionalmente, se ha comprobado sistemáticamente que existen efectos directos de la educación en la reducción del crimen. Uno de los principales estudios realizados en Estados Unidos en este tema (Lochner y Moretti) mostró que un alza de un 1% en las tazas de graduación escolar de jóvenes puede implicar una reducción del costo social del crimen de hasta 1,4 billones de dólares. Esto converge con la evidencia mayoritaria de este campo: a nivel de políticas públicas, la inversión en educación es la principal herramienta para la reducción del delito.
Somos y seremos enfáticos en esto: recomponer el tejido social del país solo será posible con estrategias de apoyo y mejora sostenibles en el tiempo. En este sentido, creemos que en el corazón de un proyecto a largo plazo se encuentra la virtuosa suma de educación y trabajo. Estos dos elementos, en su conjunto, permiten dar sentido a las propias acciones de las personas y la vida en su conjunto. Permiten situar metas y sueños donde antes hubo incertidumbre y miedo. Avancemos como país a una política que integre estos aspectos y que sea visible para todas las personas, en todos los sectores de Chile.
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