Preservar el rol social de las universidades en tiempos de emergencia

En un sistema de educación superior como el nuestro, estructurado sobre el autofinanciamiento, bajo la lógica del voucher, ni los estudiantes ni las universidades están resguardadas ante la contingencia. Esto sería muy distinto si se hubiera construido un modelo de financiamiento basado en aportes institucionales directos, bajo criterios de desempeño, responsabilidad social, pertinencia regional, logros investigativos y aportes a las metas comunes de nuestro país.

Las universidades más sensibles son las que reciben a los/as estudiantes socialmente más vulnerables y económicamente más precarizados. Lejos de la “cota mil”, son las orientadas al interés público y una racionalidad de propiedad social, sin un grupo financiero, comercial o doctrinario que les controle y apoye en este tiempo de alta volatilidad financiera. 

Ante la emergencia, las universidades han buscado salir en ayuda de los/as estudiantes, a pesar de las enormes estrecheces del período: facilidades de pago de aranceles y reinversión recursos para mejorar el acceso a las actividades académicas en formato virtual.  No se han adoptado procesos de sanción o exclusión académica para quienes están en condición de morosidad; y se ha buscado dar continuidad y estabilidad laboral de los/as trabajadores/as (académicos y administrativos).

Todo esto ha supuesto fuertes gastos en conectividad, licencias e infraestructura en tecnología informática. En poquísimo tiempo se han tenido que elaborar materiales de apoyo y orientación para enseñanza en línea, generando capacitaciones docentes en muy breve plazo, e implementando nuevos modelos de monitoreo y apoyo.

Ante este complejo panorama es urgente un conjunto de políticas públicas que puedan dar un nuevo aire a las universidades. En primer lugar, asumir que los criterios y normativas que se aplican a las instituciones, en condiciones de normalidad, requieren ahora mucha mayor flexibilidad y racionalidad. De allí la imperiosa necesidad de una voluntad política clara de parte del Gobierno, pero también de otras instancias como la Comisión Nacional de Acreditación y la Superitendencia de Educación Superior, por dar sólo algunos ejemplos.

En lo financiero, urge la implementación de un fondo de emergencia que salga al paso de la reducción súbita de los ingresos de las universidades. Esto mecanismo debería funcionar como un aporte basal ante la contingencia. De esa forma se garantizaría el servicio académico y científico. Este sistema debería permitir un endeudamiento con garantía estatal, sujeto al cumplimiento de ciertos requisitos y condiciones orientadas al cumplimiento del rol social de las universidades.

Respecto a la Gratuidad, es necesario prolongar su cobertura, al menos un año más de lo que actualmente se ha definido. Este contexto, un porcentaje relevante de estudiantes verá retrasados sus procesos formativos debido a la vulnerabilidad socioeconómica, problemas de salud mental, y otros efectos de la pandemia.

Otra medida urgente es la apertura de un nuevo proceso de postulación excepcional a beneficios estudiantiles del Mineduc, atendiendo al cambio de condición socioeconómica de muchas familias.

Lo que no se debe hacer es avanzar hacia un nuevo modelo de endeudamiento estudiantil. En las últimas semanas se ha comenzado a hablar de peligroso “CAE 2.0”, que lo único que generaría sería un horizonte de más deuda para los/as estudiantes, lo que les desincentivaría seguir estudiando, llevándoles a congelar o a desertar. Ya conocemos los efectos perversos del CAE, desde 2005. No cabe imaginarse otro sistema parecido en 2020.

Este es el momento de redefinir una política de educación superior que garantice y asegure su rol social. Si este criterio se asegura, la inyección de más recursos no significaría más gasto, sino una inversión cualitativa para el país que deberá emerger luego de este tiempo de tantas penurias, dificultades y esfuerzos.

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