Las universidades estatales requieren que la nueva Constitución restituya al Estado las tareas y financiamiento de la educación pública. No es aceptable que la educación superior pública -universitaria, profesional y técnica- deba autofinanciarse como los negocios universitarios privados. Mejor regulados y sin subvención estatal, estos podrían seguir existiendo.
Es tarea constitucional que las universidades estatales dejen de ser empleadores aislados y sean reemplazadas -en esa función- por un empleador común, que es el Estado. A la legislación corresponderá después establecer una carrera universitaria nacional, con formas de ingreso y progresión comunes. Esta debe incluir, también, normas que aseguren estabilidad, derechos y obligaciones a los actuales docentes por hora, que hoy son mayoría y se encuentran en una situación inaceptablemente insegura. En el sistema actual, cada institución actúa como un empleador privado que se rige por criterios propios.
Las remuneraciones, hoy decididas por cada universidad pública, deben tener una indexación común en función de la jerarquía académica, medible en un curriculum vitae nacional, que facilitaría, además, la movilidad. Las remuneraciones debieran tener una oscilación acotada de variación entre universidades del sistema nacional.
Los concursos públicos son más bien excepcionales y algunos de ellos son simulaciones destinadas a ocultar decisiones de micropoderes en cada departamento, cuyos directores frecuentemente votan en favor de hacer ingresar a quien vote después por ellos. Es del todo absurdo que cuatro o cinco académicos, concertados en un departamento, resuelvan la admisión de una persona al estatuto de funcionario del Estado y después decidan su carrera. Esa concepción confunde al funcionario público con un pequeño empleado a disposición de un pequeño empleador privado. El sistema único de ingreso sería un gran avance. En la actualidad, donde departamentos y facultades resuelven los resultados de ingreso y avance en la carrera, se garantiza la fuga de talentos hacia universidades privadas, porque huyen al observar que en algunas instituciones públicas se multiplican los subterfugios para transgredir la promoción del talento.
Los concursos universitarios de ingreso a la carrera académica requieren jurados nacionales designados al azar entre quienes tengan la máxima jerarquía, desconectados de los departamentos universitarios a los que alguien postula, de los que solo debieran recibir la definición del cargo por llenar. Igualmente, la progresión en la carrera por mérito solo puede ser garantizada por jurados que cumplan esos requisitos. La autonomía respecto de los micropoderes fácticos es indispensable para garantizar la libertad de cátedra en las universidades públicas.
Del mismo modo, la libertad de cátedra no es materia que deba ser defendida por cada académico. En la actualidad, la libertad de cátedra sufre dos amenazas en las universidades públicas: los micropoderes y someter a los académicos a un sistema de encuestas de popularidad ante alumnos-clientes. La democracia universitaria y la triestamentalidad se vuelven una simulación si son instrumentalizadas por rectores o jefes de departamento universitarios, que a menudo anhelan capturarlas. La función profesoral debe recuperar su prestigio y autoridad, debilitadas por el sistema de encuestas y alumnos-clientes.
La libertad de cátedra es de interés nacional y público, no solo de cada universidad, y debe quedar establecida en la Constitución. A la legislación corresponderá, después, establecer el mecanismo de hacerla efectiva. El deber de resolver una situación contenciosa sobre libertad de cátedra debe radicar en organismos externos a la universidad donde esta es transgredida.
También corresponde a la Constitución establecer un sistema universitario nacional, con secciones regionales. Después, será materia legislativa acabar con el sistema de educación superior que ha mantenido separadas en islas a las universidades estatales. La "competencia" de una contra otra debe ser sustituida por la colaboración interinstitucional e incluso la fusión. Varias de las universidades públicas carecen de un tamaño suficiente para hacer inversiones en laboratorios, bibliotecas e infraestructura, pero se duplican o triplican microinversiones en la misma provincia o incluso comuna. Esas inversiones, demasiado pequeñas, no sirven para alcanzar logros científicos relevantes. La capacidad de prueba científica, hoy, depende en gran medida de disponer de grandes bibliotecas y capital tecnológico.
Se requiere, también, un debate sobre qué es una universidad de excelencia. La imitación de modelos de rendimiento anglosajones o el servilismo ciego ante un sistema de acreditación, que solo mide componentes formales, impide comprender cuál es la condición del saber tanto en Chile como en el mundo. El sistema de agencias acreditadoras es impropio de las universidades públicas, por lo que se necesita un sistema nuevo de control y aseguramiento de la calidad.
Las tareas anteriores requieren un consejo de educación superior nacional, de rango constitucional, con miembros académicos de instituciones públicas, designados por sus competencias, más estudiantes, representantes del sector productivo, laboral, artístico y medioambiental.
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