Más allá de los slogans del gobierno de turno o de una especie de competencia desatada entre gobernantes europeos y los de aquí cerca, para ver quién es el primero (o la primera) en restablecer “la normalidad” que permita echar a andar la economía, la verdad es que no sabemos cuál será el mundo que emerja de esta pandemia y su consiguiente crisis integral: económica, social, humana y ambiental.
Ni siquiera los expertos científicos o epidemiólogos pueden anticipar como se profundizará esta crisis puesto que nos confiesan que no saben aún lo suficiente sobre esta nueva versión del coronavirus. Por su parte, las Naciones Unidas, a través de la Organización Mundial de la Salud, nos siguen advirtiendo que esta pandemia y sus desastrosos efectos están recién comenzando.
Razones de sobra para ser prudentes y responsables, hasta en el uso del vocabulario, y reconocer que sólo podemos imaginar el futuro de acuerdo con nuestra propia creatividad mientras adoptamos las medidas de resguardo que las autoridades y los que saben aconsejan y que se resumen en dos principales: distanciamiento físico y lavado frecuente e intenso de las manos, ambas para ser implementadas por los sectores que pueden en los distintos países y que, en cambio, para grandes sectores y mayorías carentes así como para minorías excluidas, suenan a burla, por no decir a sentencia de muerte.
Consecuente con lo señalado me atrevo a compartir algunos frutos de mi imaginación que, a lo mejor, pueden contribuir a una reflexión más allá de la dura coyuntura.
Sobre todo, porque no sabemos cuánto deberemos convivir con esta pandemia, si sobrevivimos, ni con las pandemias que vendrán que no tendría ésta porqué ser la única del siglo XXI.
Así, imagino una sociedad global que los organismos internacionales prioricen el derecho a la salud, de modo que en todas partes del planeta existan condiciones de infraestructura, de formación de técnicos y profesionales del área, y de acceso universal.
Disminuirán los viajes y aumentarán los controles de salud previos en aeropuertos, puertos y terminales. La internacionalización y el intercambio cultural darán así paso, nuevamente, al aislamiento y al florecer de los nacionalismos.
Surgirán nuevos dilemas que enfrentarán “el bien común” con “los derechos humanos”. Ante estas situaciones de pandemia y de escasez del trabajo y del alimento, cómo conciliar solidaridad y bien común con derechos humanos tan básicos como la libertad de tránsito, de reunión y de expresión. La tentación de establecer sociedades “autoritarias y policíacas” deberá ser combatida.
En hora buena, habrá quedado claro que necesitamos un Estado fuerte capaz de liderar las políticas públicas de salud, educación y vivienda en favor de las grandes mayorías y que, sin una institucionalidad robusta, difícilmente se podrán enfrentar crisis semejantes en el futuro y las graves consecuencias que está dejando la actual.
Al mismo tiempo, surgirá el imperativo de robustecer las raíces de la confianza y la solidaridad que sólo se volverán a expresar en ámbitos y espacios en que sea posible la vida comunitaria inclusiva, acogedora y solidaria.
Es en la primacía de la sociedad civil, de la “autonomía de los cuerpos intermedios de la sociedad”, en que descansarán el dinamismo y la dignidad de la vida comunitaria.
En un siglo en que la inmensa mayoría terminará viviendo en ciudades, deberemos rediseñarlas, acotando su tamaño al servicio de las personas de todas las edades y condición social, permitiendo que los frutos del desarrollo estén al alcance de todos, es decir a proximidad de todos.
En esas ciudades “vivibles” serán las comunas, los territorios y los barrios los que permitirán el encuentro, el afecto y la vida “más humana”.
Imagino que caminar en estas direcciones nos permitirá vislumbrar realmente lo que será la nueva realidad.
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