Sobre el deber de pensar

Cuando hago clases a estudiantes de primer año de carrera suelo comenzar citando una polémica frase de Martin Heidegger que ha dado lugar a muchas interpretaciones, “La ciencia no piensa”. Inevitablemente, siempre que hago esta afirmación, el aula se queda en un incómodo silencio, como esperando que el profesor se desdiga de lo que acaba de decir. Se ven caras abrumadas, sonrisas irónicas, ojos extrañados y, más de alguna vez, algún estudiante me ha atacado, muy enojado, por el tremendo disparate que he dicho.

La frase de Heidegger aparece en la primera lección de su curso “¿A qué se llama pensar?” En ese mismo texto el filósofo analiza el mismo efecto que antes comentaba, "Esta afirmación resulta escandalosa… dejemos a la frase su carácter escandaloso, aun cuando apostillemos inmediatamente que, no obstante, la ciencia tiene que habérselas con el pensar en su propia forma especial".

Es previsible que sea motivo de escándalo decir que “la ciencia no piensa”. La ciencia es en si el acto humano reflexivo por excelencia, el más alto ejercicio del intelecto en sus funciones elucubrativas, explicativas, taxativas, predictivas y evaluativas.

La ciencia lleva a la humanidad hacia las fronteras del conocimiento y nos hace concientes tanto de lo que sabemos, como de lo que ignoramos, con la mayor certidumbre posible, en las condiciones de nuestro actual entender y comprender.

Sin embargo, coincido con Heidegger en que la ciencia no piensa. La ciencia calcula, razona, describe, taxonomiza, verifica, comprueba, anticipa, deduce e induce. Pero la ciencia no piensa.

Las disciplinas científicas no pueden ocuparse de elucidar sus propios conceptos fundamentales, ni a ellas tampoco les cabe decidir y ponderar lo que debemos hacer ante sus evidencias y datos.

En otras palabras la ciencia puede decirnos cómo dominar la energía atómica. Pero no le cabe decidir si ese conocimiento se deberá utilizar para producir electricidad, en su uso civil, o para construir armas de destrucción masiva. A quién le cabe esa decisión es a la conciencia ética de las personas, que puestas ante el dato de la ciencia, deberán pensar sobre sus efectos y valorar sus consecuencias.

Entre uno y otro tipo de análisis radica la distinción que hace Emanuel Kant entre Razón Pura y Razón Práctica. La ciencia habita en la Razón Pura, donde las evidencias y certidumbres son palmarias, claras, distintas y vinculantes. En cambio, lo que Heidegger llama “pensar” radica en el reino del la Razón Práctica, el enorme y extenso campo de lo “opinable”, donde pueden existir legítimas preferencias y valoraciones de carácter político, religioso, moral, cultural, o espiritual.

Es en ese sentido, y sólo en ese, que la ciencia no piensa. No es su papel extraer o ponderar las consecuencias de sus evidencias y experimentos.

Pero el científico, en tanto ciudadano del mundo, sí debe pensar. Y la sociedad humana, tiene el deber de pensar. Actualizando la máxima de Heidegger, la ciencia no piensa… pero no se puede pensar sin la ciencia, o en contra de la ciencia.

Esta distinción es importante en este tiempo de pandemia. Lo que esta circunstancia obliga, especialmente a las autoridades y espacios de decisión pública, es a pensar. Pero ese pensar es un momento segundo, que sigue al momento primero, que radica en reconocer el dato de la ciencia, e impone actuar en coherencia con la verificación, empírica o analítica, que permite todo pensar posterior.

Uno de los mayores dramas que vivimos en este tiempo, con su terrible correlato de incremento en las muertes y en los efectos sociales de la pandemia, radica en aquellos gobernantes que han tratado de “pensar” antes de pasar por el dato de la ciencia.

Ya sea Trump, Bolsonaro o Piñera, el patrón recurrente que se observa es el mismo: un intento de pensar la pandemia, desde la idelogía, y más aún, desde el interés pecuniario, electoral, o personal.

Se ve un tratar de gobernar las cuarentenas desde la conveniencia de las cifras amañadas, los datos ocultos, los cuentas alegres, las fake news, las teorías del complot o los afanes de competencia internacional. Esto es lo que lleva a los desastres que hoy conocemos, y que se podrían haber evitado si las autoridades hubieran pensado cuándo se debe y cómo se debe.

La ciencia no prescribe un curso único de acción política o gubernamental ante una emergencia. Pero presenta un abanico acotado de posibilidades, que no se pueden soslayar.

Por supuesto, le cabe un ámbito específico al deber de pensar. Los gobiernos deben hacerlo para interpretar, decidir, priorizar, reglamentar, prohibir, incentivar o desincentivar a la sociedad.

Cabe allí un espacio a las legitimas preferencias ideológicas o convicciones personales. Pero estas funciones no se deben formular antes, ni menos en contra, de lo que la ciencia delimita como marco obligatorio de realidad. Hacerlo es desertar del deber de buscar aquella verdad que nos debemos, y que no puede surgir sin el recurso a la falibilidad de cada una de nuestras hipótesis.

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