Hace algunos días, el Presidente de la República, Sebastián Piñera, se refirió al presupuesto gubernamental para el 2019, reafirmando el compromiso del gobierno de “poner a nuestros niños primero en la fila y avanzar hacia una mayor igualdad de oportunidades desde la primera infancia”.
Las cifras son desalentadoras pero acotadas para cualquier diseño de políticas públicas. Estudios recientes hablan de 108.937 niños y niñas en la Red Sename viviendo en malas condiciones, de los cuales 10.497 están creciendo en programas de acogida, privados del cuidado y la protección de sus familias.
Hace 28 años que Chile ratificó la Convención sobre los Derechos de los Niños, sin embargo el Estado no cuenta todavía con protocolos, lineamientos ni estándares mínimos de calidad para enfrentar el desafío que implica hacerse cargo de aquella infancia privada de ejercer sus derechos básicos, son las organizaciones quienes han debido diseñar sus propias políticas y protocolos en este aspecto.
El primer paso es evitar que los niños sean “institucionalizados” y esto solo se logra con estándares mínimos de trabajo preventivo para fortalecer a las familias, que tanto para niños como para adolescentes es el núcleo central de su protección. Vivir en familia es reconocido como un derecho humano y como tal, debe garantizarse siempre.
En este escenario, resulta indispensable apuntar a un trabajo integral en los barrios, donde el colegio converse con el consultorio de salud y todos los actores que intervienen en el ciclo vital de un niño, aunando esfuerzos para que crezcan protegidos en sus familias de origen. Son muchos los casos en los que no se realiza un despeje familiar eficiente optando por la internación, sin haber indagado oportunamente la existencia de redes familiares que eviten llegar hasta este punto.
Los organismos que trabajan con infancia privada de ejercer sus derechos básicos deben propender a intervenir de manera terapéutica e integral la vida los niños, estableciendo la realización de un diagnóstico en tres dimensiones: individual, familiar y comunitario, para luego elaborar e implementar un plan de intervención individual asociado al ejercicio de todos los demás derechos esenciales: salud física, mental, educación, protección y su derecho a vivir en familia, entre otros.
El Estado debe ser garante de los derechos básicos de todos los niños, niñas y adolescentes, entre otras cosas, financiando las prestaciones de salud, vivienda y educación que se requieren en contextos de alta vulnerabilidad, donde en la mayoría de los casos, los adultos responsables de estos niños también han visto sus derechos humanos transgredidos, lo que implica una intervención permanente y continua.
Pero el trabajo no termina ahí. Factores de riesgo como la violencia, delincuencia, alcoholismo, drogas o problemas de salud mental, impiden que muchos infantes puedan regresar con sus familias. En esos casos, las organizaciones deben hacerse cargo hasta que cumplan la mayoría de edad, lo que representa nuevos desafíos, como la preparación para la vida independiente.
El apoyo económico estatal cesa cuando los jóvenes cumplen 18 años y luego deben dejar el sistema residencial que los ha acogido hasta ese momento y comenzar a hacerse cargo de sus vidas. Sólo en caso de que estén estudiando, dicho apoyo se mantiene hasta los 24 años.
A modo de referencia, un estudio reciente de la U. Católica, realizado sobre la base de datos de la Encuesta Casen, reveló que casi un millón de chilenos mayores de 31 años, profesionales, vive aún en la casa de sus padres. Cabe preguntarse ¿cuál es la realidad de aquellos jóvenes que no han tenido la posibilidad de estudiar y que han pasado parte de sus vidas al cuidado de organizaciones, por ser víctimas de graves vulneraciones de derechos (por una medida de protección dictada por un tribunal de familia) y que al salir no cuentan con redes familiares u otro tipo de apoyo para llevar a cabo un proceso de inclusión social exitoso?
En un país donde la brecha entre ricos y pobres es abismante, resulta extraño ver con naturalidad que casi un millón de jóvenes con recursos para acceder a estudios superiores viva todavía con sus padres y no llame la atención el alto porcentaje jóvenes que han sido vulnerados en sus derechos fundamentales y que al cumplir 18 años deben dejar las instituciones donde pasaron parte de su vida a enfrentar el mundo, sin recursos económicos y sin apoyo emocional ni familiar para hacerlo de manera exitosa.
Por tanto, es preciso generar políticas públicas que con sentido de urgencia propendan a evitar la separación familiar y que cuando esto ha sido inevitable, promuevan programas que apoyen, no solo a los niños en su primera infancia, sino también a aquellos jóvenes que se preparan para la vida independiente. Cada uno de estos grupos merece una mirada particular desde las políticas públicas.
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