A 80 años de la victoria sobre el Nazismo

No se puede conmemorar los 80 años de la victoria sobre el Nazismo sin rendir honor y gloria a quiénes, con un sacrificio atroz, la hicieron posible. A la Unión Soviética y los pueblos que la conformaron, que sufrieron la mitad de las víctimas civiles y la mitad de las bajas militares de la guerra. También a los países aliados contra el fascismo, nazismo y militarismo japonés, especialmente Gran Bretaña y los EE.UU. A los pueblos que resistieron, especialmente a los republicanos españoles.

Conmemoramos la mayor victoria sobre el fascismo, de la razón sobre el oscurantismo cobarde, agresivo y criminal que, azuzado por poderosos intereses que se ven amenazados, puede alcanzar el poder en un Estado poderoso, liberal y culto como era la cuna de Beethoven, Goethe, Marx y Einstein, y arrastrarlo al Holocausto y al suicidio.

Conmemoramos la culminación trágica del advenimiento pionero de la modernidad en Europa. La resolución sangrienta de la guerra entre los modernos imperialismos en que este culminó en ese continente. Esa guerra de medio siglo entre los imperialismos europeos, entre los entonces hegemónicos porque surgieron antes y el emergente que surgió después, acabó con la derrota de ambos en favor de su principal colonia blanca.

Conmemoramos la pérdida de la inocencia de la modernidad, cuyo advenimiento pionero en un continente pequeño maravilló y hegemonizó al mundo entero en todos los ámbitos de la vida. Pero ese advenimiento en realidad culminó hace 80 años con la victoria que conmemoramos, que resolvió la pugna y horrorosa guerra de medio siglo, surgida del seno de esa misma modernidad devenida en imperialismos monopolistas.

Conmemoramos el inicio del segundo medio siglo de oro de la modernidad que, bajo una nuevo hegemonía, logró nuevas cumbres de progreso en todos los ámbitos de la vida social, en relativa paz. Conmemoramos el inicio del nacimiento, desde las cenizas de la conflagración, del primer Estado moderno supranacional, que hoy agrupa en Europa, en paz y cooperación, a los enemigos seculares y combatientes encarnizados de recién ayer. Conmemoramos el nacimiento de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el primer juicio de crímenes contra la humanidad. Ese es el germen de lo que en un futuro aún lejano, necesariamente, se constituirá en una organización estatal de alcance universal, que imponga un orden democrático sobre el planeta entero, para acabar con las guerras y asegurar la supervivencia de éste y la humanidad toda.

Conmemoramos la proeza de un Estado recién llegado a la modernidad, que fue capaz de derrotar al más poderoso de los que llegaron antes, que a su vez venía de derrotar los hegemónicos que le precedieron. El victorioso recién llegado había nacido un cuarto de siglo antes, en un país todavía campesino con un Estado absolutista, en un mundo horrorizado por la carnicería de la primera fase de la guerra entre los modernos imperios de Europa. Parece por ello más que comprensible que se propusiera asaltar el cielo, saltarse olímpicamente por encima de la era moderna completa, e iniciar desde la ya construcción del régimen social que alguna vez la superará en la historia.

No lo logró, como comprobaron medio siglo después de la victoria que conmemoramos, las nuevas revoluciones que sin disparar un tiro disolvieron ese sueño en el aire. Pero construyó en cambio, en tiempo récord, un moderno Estado desarrollista que, a marcha forzada, realizó en décadas lo que en la vieja Europa había demorado siglos y logró esta notable victoria prácticamente por sí sólo.

El inmenso prestigio universal que logró este joven Estado moderno tras la proeza que conmemoramos, le constituyó en principal inspiración y respaldo de otros pueblos, incluido Chile, entre muchos otros que alrededor de medio mundo acabaron con el colonialismo y el viejo régimen señorial agrario, e iniciaron el camino del advenimiento de su propia modernidad. Al tiempo que, en conjunto, hicieron un aporte gigantesco al nuevo medio siglo de oro de la modernidad universal y uno de ellos, China, bajo la misma inspiración pero con lúcida comprensión del carácter de la época que vivimos, se ha convertido en una de las dos principales potencias mundiales en todos los planos.

Todo ello impulsado desde las profundidades tectónicas de la sociedad por el arrojado paso del humilde y sometido pueblo trabajador campesino, que deja la tierra donde ha trabajado de sol a sol por doscientos mil años, y donde vive y trabaja aún la mitad de la humanidad, y camina hacia la incierta fascinación de las modernas y cada vez más multitudinarias ciudades, donde luego sus mujeres irrumpen desde la opresión del hogar al mercado del trabajo. Allí las manos del pueblo adquieren el toque de Midas y transforman en oro todo lo que tocan, sencillamente porque el fruto de su trabajo se vende ahora en el mercado. El descubrimiento de Adam Smith de que en ese simple acto radica precisamente la naturaleza y origen de la riqueza de las modernas naciones, cambió el curso del pensamiento humano según el admirado decir de Marx.

Esa ola de migración humana lo transforma todo de arriba abajo, como bien ha experimentado Chile. Desde 1930, año del censo que registró que por vez primera los habitantes de ciudades igualaron en número a los campesinos, mismo hito que constató ONU para el mundo entero en el año 2008, y hasta 2023, la población de Chile se multiplicó por cinco, la de sus ciudades por nueve, y el valor producido por su economía ¡se multiplicó 23 veces!

El mismo fenómeno, en forma pionera, transformó por completo a Europa en el siglo XIX, otorgando a ese continente relativamente pequeño en tamaño y población, la hegemonía mundial. Incluyendo a los EE.UU., su principal colonia blanca, no alcanzan hoy al 10 por ciento de la población mundial. Hoy la misma transformación epocal cursa en el resto del mundo, donde habita el 90 por ciento de la humanidad, barrida por el portentoso e imparable tsunami de la urbanización. La ciudad típica, el caldero donde hierve esta transformación, alcanzó un millón de habitantes en la Europa del siglo XIX, 10 millones en los EE.UU. del siglo XX, y las de ahora 20 y hasta 30 millones, ubicadas casi todas en el mundo emergente.

Así el mundo se encuentra hoy nuevamente en una situación de confrontación entre potencias rivales. Parecida a la que provocó la guerra que hace 80 años se resolvió con la victoria que conmemoramos. Inevitablemente, la urbanización que ya ha llegado a media humanidad, ha generado nuevas y poderosas potencias emergentes.

La potencia hasta hoy hegemónica parece estar en el proceso de caer en cuenta que ya sólo puede serlo en su área de influencia restringida -en la cual incluye por lo demás a América Latina-. Intenta asimismo por todos los medios impedir que su principal rival haga lo mismo en la suya. Todo lo cual, como ya se sabe por lo que hoy conmemoramos, puede conducir nuevamente a la guerra. Lamentablemente, por añadidura, un émulo del nazismo ha llegado al poder allí, lo cual agrega a la situación un nivel de peligrosidad sin precedentes, cómo en los años 1930.

Felizmente, conmemoramos asimismo 80 años de detente. La prudente decisión diplomática del flamante hegemónico de entonces y del Estado moderno emergente victorioso en Berlín, ambos con armas nucleares que acordaron no utilizar nunca, sino limitar su competencia a otros medios, sin llegar ellos mismos a la guerra. Ojalá que sea esta una lección bien aprendida, por la humanidad toda.

En el caso de Chile y América Latina parece extenderse un consenso muy amplio que para enfrentar la muy peligrosa situación mundial, hay que imitar la experiencia de integración de Europa, siguiendo una estrategia de desarrollo que Jacques Chonchol, el padre de la Reforma Agraria chilena y también de la famosa consigna "Revolución en Libertad", denominó "Desarrollo hacia adentro de América Latina". La defensa y promoción conjunta de nuestros intereses nacionales siguiendo una estrategia que los especialistas denominan "no alineamiento activo" en el conflicto internacional, es el único camino para insertar nuestra región con un mínimo de soberanía en el mundo del siglo XXI.

Confiamos asimismo que el experimentado sistema político chileno será capaz de superar la crisis de legitimidad en que se haya sumido, por haber postergado las reformas necesarias para acabar con los abusos y distorsiones que se iniciaron el 11 de septiembre de 1973. Restablecer la legitimidad de la autoridad realizando dichas reformas necesarias, sometiendo a los poderosos intereses que las intentan impedir para continuar abusando, es el principal asunto político de hoy.

Precisamente para evitar al pueblo la tarea de aventar nuevamente al fascismo de esta tierra, que le significó una dura y asimismo victoriosa lucha hace pocas décadas. Como lo fue para quienes lograron hace 80 años una de las victorias más importantes, sino la más importante, de la historia de la humanidad.

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