Nixon está imbuido dentro de la cultura política de Estados Unidos tan profundamente como el hot-dog del 4 de julio. Tanto es así, que el escándalo de corrupción y crimen del ex presidente de EEUU en los años setenta quedó para siempre grabado con un nuevo adjetivo del inglés, “nixonian”. El concepto simboliza de forma superlativa todo lo que legó el ex mandatario, quien renunció justo a tiempo para evitar ser expulsado de la Presidencia por una acusación constitucional del Congreso: paranoia profunda contra sus enemigos, un narcisismo enfermizo, irrespeto patológico por las leyes de la misma república que él lideraba.
¿Suena familiar? El último escándalo mayúsculo de Trump ha reflotado, ahora personificado en carne y hueso, el viejo adjetivo de “nixoniano”. De otra forma no se puede explicar el sinsentido político y comunicacional de haber despedido al director del FBI, James Comey.
Para aclarar un tema vital, el director del FBI dura en el cargo 10 años, y es una de esas funciones “sagradas e intocables” que prueba la voluntad de los presidentes de EEUU de ser supervisados judicialmente, presión que están obligados a observar.
Esto es debido a que se supone que el director del Buró de Investigaciones Federales goza de independencia, y debe estar (en teoría) al margen de las presiones políticas, para garantizar que las investigaciones que realiza sean imparciales y lleguen hasta el final, no importa las consecuencias.
Por supuesto, esto da origen a deformaciones (el poder sin trabas sin duda corrompe), y la historia reciente dio origen a reyezuelos como J. Edgar Hoover, quien abusó por años de su poderío y espió sin restricciones legales, manipuló a políticos y opinión pública, creó perfiles secretos de sus enemigos y en fin, gobernó el área oscura del país por décadas. El único director del FBI que ha sido expulsado es William Sessions, despedido por Bill Clinton en 1993 debido a malversación de fondos públicos.
Trump, la verdad, cometió una serie de hechos esta semana, tan extraordinariamente extraños, que deja cimentada la idea de que su administración no tiene, en realidad, una agenda programática inteligente y meditada.
Nuevamente, como otros escándalos anteriores, su equipo comunicacional quedó a la deriva y las acciones “trumperas” no pudieron ser defendidas ante las cámaras por sus subalternos, que intentaron reaccionar de forma apresurada y sin un mensaje central. Su jefe, Trump, tampoco ayuda.
La Casa Blanca aún no se pone de acuerdo en quien tomó la decisión, ni cuándo, ni cómo, ni las razones “reales” del despido. Trump pasó en cosa de semanas, desde alabar fuertemente a Comey (recordemos que las acciones del director del FBI perjudicaron a la entonces candidata Hillary Clinton), para luego expulsarlo repentinamente.
Todo esto, una semana después de que Comey declarara ante el Congreso de forma pública que en efecto el FBI está investigando a Trump y sus asesores por los contactos ilegales de su campaña con el gobierno ruso. No solo eso (y la verdad, es sorprendente); al otro día de expulsar a Comey, el miércoles, Trump se reunió en la Casa Blanca con el ministro de relaciones exteriores ruso, Sergey Lavrov.
Pero incluso más (siquiera escribirlo causa conmoción), se reunió y retrató en una foto a plena carcajada de ambos, con el embajador ruso Sergey Kislyak, el mismo polémico diplomático cuyos contactos con el general Michael Flynn provocaron su despido como asesor de seguridad de la Casa Blanca.
El mismo embajador que ha puesto en aprietos al yerno de Trump, Jared Kushner, que también se reunió con él, sin ser parte del gobierno de EEUU aún, mientras las sanciones contra Rusia estaban vigentes.
El mismo embajador es también protagonista de los problemas de imagen de Carter Page y J.D. Gordon, todos ex asesores de Trump.
El propio ex gerente de campaña de Trump, Paul Manafort, tuvo que dejar la campaña en 2016 debido al escándalo de sus vínculos rusos y con personajes cercanos al propio Putin.
¿Qué pasa con un equipo de comunicaciones o de asesoría política de Trump, que no logra detener un acto tan abiertamente riesgoso como reunirse con las autoridades máximas de la política exterior rusa, al otro día del despido del principal fiscalizador en el tema?
¿Y en momentos en que justamente el Congreso, el FBI y la prensa están investigando con fuerza los vínculos con el gobierno de Putin, que se supone es el enemigo número uno de EEUU?
La verdad sea dicha, para opositores y admiradores, quienes pensaban que el ímpetu que catapultó a Trump a la Casa Blanca estaba basado en una conspiración cuidadosamente planeada, y que iba a poner en práctica una estrategia de genialidad para operar discretamente desde la Casa Blanca para sus objetivos políticos y financieros, deberían estar decepcionados.
Trump no es Nixon, un maestro de las operaciones estratégicas, un gurú de lo clandestino, del golpe secreto contra sus enemigos, del ajedrez de causa y efecto. Trump, muy a su pesar, se está convirtiendo en algo tan transparente como el agua en su praxis política, simplemente porque no es un “genio político” ni es un “genio negociador”, como hizo creer a millones en la campaña electoral.
Es con toda apertura y claridad, un empresario menor con varias bancarrotas a su haber, que ha luchado a punta de estrategia mediática, imagen pública y fanfarronería para llegar a ser quien es (los millones de dólares de su padre no estuvieron mal como salvavidas, por cierto), y que no tiene ni la menor idea de qué está haciendo con el poder omnipotente que tiene entre las manos.
En ese sentido, aunque ambos terminen sus presidencias de forma dramática, es lamentable, pero lo “nixoniano” le queda grande al actual presidente Trump.
Nixon, sin duda, concordaría.
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