La verdad es que en circunstancias normales un debate como el que antecede en pocas semanas a las elecciones de Estados Unidos da para un profundo ensayo de las posiciones y énfasis de las candidaturas, que marcan el destino de 300 millones de personas y de decenas de países cuyo devenir es influenciado para bien o para mal por los caprichos de la política exterior de la potencia del norte.
El debate de esta pasada noche, sin embargo, simplemente confirmó una diferencia abismante de calidad y mínima altura moral entre dos candidatos que, sin embargo, están empatados en la preferencia de las encuestas.
No es que Hillary Clinton sea la reserva moral del país, por cierto: su conducta en política exterior ha sido a veces errática y típica del ala dura del establishment conservador, y el caso de su servidor privado de correos electrónicos y la forma en que manejó los escándalos de su esposo Bill Clinton no la dejan bien parada, especialmente ante el voto femenino.
Pero para Trump este debate se define como una oportunidad perdida que sin duda tendrá efecto en los próximos sondeos. Lejos de centrarse en una actitud presidencial que lo alejara de la locura de conceptos y juicios que emanan de su verborrea atropellada, eligió para sorpresa de todos apoyar sus pies en las mismas inexactitudes, mentiras y anti-valores que le dieron tan buen resultado en las primarias cerradas y más conservadoras del Partido Republicano.
Trump, sin duda, se vio en el debate en New York a la defensiva, un poco desencajado de no poder expresarse de la forma básica y simplista con la que se ha llenado de aplauso ante audiencias convencidas. Confirmó con su silencio lo que todos los estadounidenses sospechan: que no ha pagado impuestos federales o solo marginalmente, por años, quizás por décadas, tomando ventaja de todas las triquiñuelas que le ofrece el código tributario.
Ante la pregunta directa de por qué no publicaba sus declaraciones de impuestos (lo que han hecho todos los candidatos en la historia moderna del país), se entretuvo criticando el gasto federal, escudándose en la auditoría a la que está siendo sometido. El IRS, que se encarga de los impuestos, ha declarado que Trump es libre de publicar sus impuestos cuando quiera.
En vano, Trump se negó a comentar qué ha pagado y cuándo. En EEUU el tema tributario es “sagrado”, es uno de los factores del ejercicio ciudadano que genera un sentimiento de responsabilidad, derechos y exigencia a la autoridad por parte de los trabajadores de a pie.
Clinton no dejó pasar la oportunidad, privilegió que Trump ha disfrutado hasta ahora extensamente de parte de medios de comunicación pasivos y audiencias pre-filtradas. La ex canciller le recordó a Trump que si no ha pagado impuestos, entonces no ha apoyado ni a los veteranos de guerra, ni a la clase media y trabajadora que el magnate dice representar, ni a los beneficios de salud y el resto de servicios sociales. Trump quedó, inéditamente, mudo.
No desmintió lo que flota en el ambiente, que al contrario de la casi totalidad de las decenas de millones de trabajadores del país, quien dice representar a la clase media y trabajadora no cumple con el pago de sus impuestos.
Trump también perdió la oportunidad de sepultar para siempre la delirante campaña que él mismo comenzó hace 5 años basada en la locura de especular que Obama había nacido en Kenia. A regañadientes “admitió” finalmente la semana pasada que Obama nació en EEUU, pero en el escenario monumental de este primer debate se desgastó nuevamente en una explicación conspirativa que nunca llegó a buen destino.
Ese fue quizás uno de los mejores momentos de Hillary Clinton, cuando denunció clara y sólidamente el componente racista de esa campaña, llamándola decididamente “una mentira”. Trump, no acostumbrado a ser corregido de forma tan clara en público, mucho menos por una mujer, no pudo articular una respuesta racional.
Ante el recordatorio de Clinton sobre el hecho de que Trump había sido demandado judicialmente por el Departamento de Justicia en los años setenta por discriminar a los afro estadounidenses en su acceso a la renta de departamentos de sus proyectos inmobiliarios, el empresario de derecha nuevamente rodó hacia un círculo de confusión. En vez de negar la acusación de racismo, optó por la defensa judicial y se justificó señalando que habían sido varios los empresarios de bienes raíces demandados… Punto final. No fue ni siquiera capaz de esbozar una defensa de lo indefendible.
Cuando Hillary Clinton reprodujo las palabras que Trump ha usado para referirse a las mujeres (cerdas, perras, desaliñadas) o cuando citó sus juicios contra el embarazo en el contexto laboral, Trump, lejos de contextualizar sus palabras, profundizó su odiosidad contra Rosie O’Donnell, una animadora de televisión muy popular, con la que tuvo polémicas de farándula en el pasado y a quien ofendió brutalmente ante los medios de comunicación. Pero no desmintió sus palabras, ni se disculpó, ni intentó en lo más mínimo ganar algo del voto femenino, vital para vencer en las elecciones de noviembre.
Cuando tuvo la oportunidad de reconciliarse con los latinos que determinarán en gran parte su triunfo o derrota en Estados claves, relacionó fuera de todo contexto la inmigración con los problemas de criminalidad, porte de armas, pandillas y violencia en las ciudades.
En el tema de los correos electrónicos de Clinton y el manejo irresponsable de material potencialmente confidencial del gobierno, Trump tenía un punto de inflexión que necesitaba explotar. Clinton lo desarticuló en 5 segundos aceptando su error y deseando no haberlo hecho.
A continuación, Trump aprendió, con su ataque detenido en seco y su silencio confuso, que a veces pedir disculpas es la mejor forma de desarticular los ataques. La clase política y los votantes de Estados Unidos son expertos en las historias de redención, las aman, y premian a los adúlteros, deshonestos y alcohólicos, siempre y cuando reconozcan su error en público y se comprometan, compungidamente y ante Dios, a encontrar el camino correcto.
Si Trump hubiera finalmente cambiado el tono de sus peroratas de matón al final de las primarias sin duda que ya hubiera tomado la delantera de forma segura y sorpresiva. Acostumbrado a la lucha al filo de lo legal en el mundo de los negocios desde su New York natal hasta la Florida de sus campos de golf, negociando quiebras, jugando con las grietas del código tributario, demandando y siendo demandado por sus enemigos, exprimiendo sus inversiones y a sus trabajadores, tratando al resto como perdedores pero a su propio reflejo en el espejo como “triunfador” eterno de sus sueños, se ha equivocado profundamente en su cálculo político. Ha creído que el mundo de la política en Estados Unidos se basa en el instinto pragmático del comerciante y el empresario (donde el objetivo es derrotar a la competencia privada y doblar el brazo al Estado), y no en las leyes complejas del juego político, la fuerza de los mensajes estratégicos y la ingeniería electoral.
Trump no ha entendido que ganar la Presidencia, es el camino que lo conducirá al centro del Estado del que ha usufructuado o resistido a través de todos sus años, y en ese sentido, debe embadurnarse de Estado, debe respirarlo y debe seguir las reglas secretas de la conquista del poder.
Como él mismo lo ha dicho públicamente en sus discursos, su vida ha estado plagada de contactos con el mundo político, cuyos actores le han beneficiado o perjudicado según el traspaso de dinero desde sus cuentas de empresario, intentando eternamente ganar voluntades para asegurar licencias de construcción y otras aventuras empresariales. En el fondo, desprecia a la clase política, y lo ha reflejado en su desdén por toda la ingeniería estratégica que el Partido Republicano ha puesto a su servicio y que él también ha despreciado. En ese sentido, y solo en ese sentido, Trump es honesto, y si se sigue hundiendo en el hoyo de las encuestas será porque ha sido consecuente.
Solo así se explica que pese a todas las oportunidades que ha tenido de dar el golpe mortal y despegar poderosamente en las encuestas, se ha jugado su carrera presidencial de forma sorpresivamente ingenua. No se preparó para el debate, según dijo antes del evento su propio equipo asesor, orgullosamente. Trump es tan arrogante y egocentrista en el plano de los negocios y en su vida diaria, que creyó estar en un estado permanente de iluminación, y que su labia le daría una vez más la gloria ante las cámaras.
Por eso la forma en que se comportó en el debate no ha sido una gran sorpresa en ese sentido, y su acompañante al cargo de vicepresidente Mike Pence y su jefa de campaña Kellyanne Conway tienen toda la razón: Trump habla desde el corazón, como un actor externo al mundo político, como “habla el ciudadano promedio”, según explican.
Y están en lo correcto, pues solo así se explica el hundimiento que tuvo ayer tras no sacar ventaja de una narrativa política donde los gestos ante la cámara, la preparación de escenarios múltiples ante posibles ataques del contrincante y la claridad del mensaje son primordiales.
En política no hay nada claro hasta contar el último voto, especialmente en un sistema indirecto y colegiado como en Estados Unidos. Si el tema del servidor privado de correos electrónicos de Clinton durante su época de canciller sigue reventando, es posible en el papel que el empate hasta antes del debate con Trump se convierta en victoria reñida para el magnate de derecha. Pero por lo menos en el debate, Trump se ha enfrentado al primer balde de agua fría de una carrera espectacular.
Se dio cuenta que la política, que es el juego por el control del poder real, es un poco más compleja que construir un casino en Las Vegas o hacer estallar su ego usando su apellido como marca de un edificio de mármol en la Gran Manzana. Como dijimos hace meses, mientras porfiadamente Trump siga siendo Trump, la primera gran derrota de su vida (y la más dolorosa) le estará guiñando el ojo a la vuelta de la esquina.
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