Vivimos en tiempos de inconsistencia al tener más tribunales internacionales pero menos convicción respecto de la protección de los derechos humanos. O mejor dicho, la capacidad de los mismos está condicionada con mayor nitidez que antes al interés de los Estados. En tal sentido, podríamos afirmar que son las corrientes liberales las que han alcanzado un mayor predominio como paradigma de las relaciones internacionales, cuya manifestación más visible ha sido el fraccionamiento del derecho internacional, lo que imposibilita una visión integral de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
En el siglo XXI nos hemos alejado de los enfoques de derechos, responsabilidades, y centrado en los asuntos de “seguridad”, como si esta pudiese justificar prescindencia del respeto por la dignidad humana.
En efecto, desde los electorados que se inclinan hacia liderazgos contrarios a la cooperación y con acervo xenófobo, hasta las crisis internacionales surgidas con posterioridad a los atentados del 2001 en Estados Unidos, con sus consecuencias sobre Afganistán, Irak, Libia, Siria, entre otras naciones que han debido soportar un sufrimiento que pensábamos superados con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, el sentido de justicia está en cuestionamiento.
El ánimo por retornar a la anarquía mundial no se condice con la retórica de defensa y protección de los derechos humanos como oficialmente se insiste. Cada vez el discurso es más inconsistente con los hechos. De alguna manera la manifiesta irritación de las mayorías en las democracias occidentales contra sus gobiernos, se comprende no sólo por la corrupción de estos, sino que también hay una dosis relevante de defensa de sus propios intereses individuales insaciables. Al respecto, sus reivindicaciones no necesariamente están relacionadas con el bien común, o una visión de sociedad, ni menos una propuesta colectiva (si no más bien una suma de intereses individuales).
El pacto social por definición es dinámico. La conformación de la gobernanza mundial actual ha significado la desvertebración del Derecho Internacional y con ello la obsolescencia en términos relativos de las Naciones Unidas. ¿Será este un buen escenario para la paz mundial?, ¿qué pasa cuando el consenso no da respuestas políticas a la situación de limpieza étnica?, como la que se observa en la conducta del Estado Islámico, o tras la acción de grupos como Boko Haram, entre tantos otros. Por otra parte, una Latinoamérica que no encuentra la estrategia para enfrentar al narcoterrorismo y/o narcotráfico, el cual representa el fin de sentido de vida común.
Las únicas respuestas observadas a nivel mundial en contra del convulsionado escenario descrito, ha sido el resurgimiento, en lo que va de siglo XXI, de agendas de Seguridad Global. Estas han presentado episodios tales como la Guerra sobre Afganistán (2001), que ciertamente fue legal pero tuvo traumáticas consecuencias “colaterales” (desplazados más de un millón y medio de personas), la ilegal sobre Irak (2003) con más de dos millones de desplazados, la intervención de la OTAN en Libia (2011) que dejó a la población a merced de los “Señores de la Guerra”, y la falta de acuerdo entre las potencias que conforman el Consejo de Seguridad de la ONU respecto del futuro de Siria, entre otros. Han sido hechos relevantes a considerar en el análisis de la situación actual de confusión y acelerado paso hacia el caos.
En definitiva, hoy asistimos a una notoria falta de consensos respecto de la protección de los derechos humanos, en momentos que diversos actores en distintas latitudes están, por un lado, reaccionando a la herencia de las influencias de poder soportadas en su pasado histórico (hace justo un siglo atrás) como es el acuerdo Sises - Picot, por otro lado, potencias que están resituándose en la lógica de relaciones de poder a través de una competencia por las hegemonías mundiales o regionales, sin aceptación de los consensos mínimos adoptados en la Carta de las Naciones Unidas, como por ejemplo abstenerse del uso o amenaza de uso de la fuerza.
En definitiva, asistimos a un mundo en que sobran juristas, puesto que las causas justas no se reconocen y se relativizan los derechos humanos, levantando agendas de seguridad (como el reciente lanzamiento de misiles a Siria por parte Estados Unidos) sin consensos políticos, sin resguardo a las personas como condición primera de la acción política y/o bélica.
El individualismo nos inmoviliza, porque mientras no nos toque vivir la desdicha de la injusticia no nos sentimos conminados a actuar; sin embargo, la falta de justicia internacional en su avance sin fronteras a través de los refugiados olvidados, los nuevos campos de batalla en Siria, Libia, el envío de bombas propagandísticas a Afganistán, el triunfo del populismo en democracias occidentales (con la excepción de Francia en el reciente elección Presidencial), la corrupción grosera en nuestra América Latina, y grupos dedicados a cambiar el orden mundial a través del terror, nos debiera llamar al movimiento, a exigir el respeto de un mínimo de sentido de justicia. Sin el la humanidad está en evidente riesgo.
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