El genocidio que Israel está perpetrando en Gaza, que continúa pese a la tregua, no habría alcanzado las proporciones dantescas que lo caracterizan sin el apoyo incondicional de las principales potencias occidentales y de otros países de Occidente. Según la relatora especial de la ONU para los Territorios Palestinos, Francesca Albanese, son 63 países los cómplices de Israel en la ejecución de este holocausto. Ellos le han prestado colaboración en los planos económico, militar, político, diplomático y armamentístico. En este último aspecto, el principal proveedor ha sido Estados Unidos, seguido por Reino Unido, Alemania y Francia.
Con toda propiedad podemos calificar este genocidio como un crimen colectivo de Occidente en contra de un pueblo semita e indefenso. Son los mismos países que no vacilaron un segundo en imponer durísimas sanciones a Rusia, cuando ese país recién comenzaba la invasión de Ucrania. Son los mismos que durante estos últimos 80 años han mantenido una verdadera cruzada para la difusión de los hechos constitutivos del holocausto judío, con la intención de que ellos no se repitieran en el futuro. Era un categórico "nunca más".
Ahora sabemos con toda claridad, que dicho "nunca más" era válido solo respecto de los judíos y que otros pueblos, como el palestino y el libanés, no gozan de dicha garantía, por lo cual pueden ser masacrados cuando las potencias occidentales o Israel lo estimen necesario y siempre bajo el pretexto de combatir el "terrorismo", concepto que nos merece un especial análisis.
Cuando los palestinos ejercen su derecho a la resistencia -reconocido en el derecho internacional para pueblos sometidos a ocupación-, la narrativa dominante en Occidente los reduce de inmediato a la categoría de "terroristas". Esa lógica se aplicó al ataque del 7 de octubre de 2023, ejecutado por Hamás, cuyo contexto, objetivos y consecuencias han sido presentados de manera selectiva y, en muchos casos, distorsionada. Más que evaluar la "legitimidad" del ataque -un concepto jurídicamente complejo, en especial cuando involucra la muerte de civiles, lo que constituye un crimen de guerra-, es indispensable situarlo en el marco de décadas de ocupación, asedio y ausencia total de mecanismos efectivos para proteger los derechos del pueblo palestino. En ese sentido, numerosos analistas han planteado que hechos de esta magnitud eran prácticamente inevitables bajo las condiciones estructurales impuestas a Gaza por Israel.
Respecto de las consecuencias del 7 de octubre, múltiples investigaciones independientes han descartado las afirmaciones de violaciones masivas y bebés decapitados, pese a que estas continúan siendo difundidas por Israel y parte de la prensa internacional. En cuanto al número de víctimas, todavía no existe claridad plena sobre cuántos israelíes murieron a manos de Hamás y cuántos fallecieron por fuego israelí, particularmente en el marco de la llamada "Directiva Aníbal", doctrina militar que prioriza evitar la captura de israelíes incluso a costa de su vida. Esto ha generado investigaciones internas y reportes contradictorios sobre la proporción de víctimas causadas por el propio ejército israelí.
Paradójicamente, el ataque del 7 de octubre ha sido descrito en Occidente -y por líderes políticos como Donald Trump- como "el peor atentado contra judíos desde el Holocausto" o incluso como un "intento de genocidio". No obstante, dos años después, frente a las masacres sistemáticas cometidas por Israel en Gaza, con abundante evidencia de crímenes de guerra y violaciones al derecho internacional humanitario, los mismos gobiernos que califican aquel ataque como un capítulo trágico no han sido capaces de pasar del reproche retórico por el uso "desproporcionado" de la fuerza a condenas políticas, sanciones o medidas efectivas para detener el genocidio. Esta incapacidad -o falta de voluntad- no es nueva: desde 1948, la impunidad sistemática con que Israel ha operado al margen del derecho internacional creó las condiciones que hicieron posible la tragedia actual.
Debemos recordar también que para Occidente, la palabra "terrorista" tiene un significado bastante flexible, según su conveniencia. Tal es el caso por ejemplo del actual presidente de Siria, Ahmed al-Sharaa, exmiembro de Al Qaeda, quien luchó contra fuerzas norteamericanas en Irak y por cuya cabeza, tan solo un año atrás, se ofrecía una millonaria recompensa. Ahora lo vemos correctamente vestido a la usanza occidental, visitando los EE.UU., la "mayor democracia del mundo" y saludando a Donald Trump. Claro, ahora tendrá buenas relaciones con Israel y no hará cuestión de los nuevos territorios sirios ocupados últimamente por dicho Estado.
Por otra parte, Hillary Clinton en 2010, en su carácter de secretaria de Estado de EE.UU., reconoció públicamente que ese país financió, entrenó y armó a los muyahidines en Afganistán, quienes posteriormente se transformaron en Al Qaeda, organización considerada terrorista por Occidente, cuando ya no servía a sus intereses.
Por su complicidad en el genocidio en Gaza, las potencias occidentales, especialmente Estados Unidos, Reino Unido y Alemania, han comprometido irremisiblemente su credibilidad democrática y su supuesto respeto por los derechos humanos de todos los pueblos. Es evidente que para ellas existen ciertos pueblos acreedores a esos derechos, mientras otros pueden ser masacrados sin límites, todo ello según su conveniencia geopolítica del momento.
Finalizada la II Guerra Mundial, en los juicios de Nuremberg, entre 1945 y 1946, se juzgó a varios criminales de guerra y fueron establecidas diversas normas jurídicas según las cuales se definían ciertos tipos de crímenes de guerra que, en definitiva, condujeron a la aplicación de la pena de muerte a diversos jerarcas nazis. Y a partir del precedente de Nuremberg, fueron creadas años después, la Corte Penal Internacional y la Corte Internacional de Justicia.
Sin embargo, pese a los esfuerzos de ambas cortes por someter a juicio a los actuales jerarcas israelíes, por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, las potencias occidentales han extendido su complicidad, al punto de hacer imposible la comparecencia de dichos jerarcas ante esas cortes. Y cabe hacer presente que si se aplicaran a los jerarcas israelíes responsables de este holocausto, los mismos criterios jurídicos establecidos en Nuremberg, algunos de ellos serían condenados a la pena de muerte.
Pero ya sabemos que eso no ocurrirá, pese a los esfuerzos de las ya citadas cortes y de una legión de abogados de varias nacionalidades. La actual decadencia moral de Occidente y su doble estándar en esta materia, sumado a su calidad de cómplice, se impondrán por sobre cualquier intento de hacer justicia al pueblo palestino. Solo queda esperar que se cumpla lo que la experiencia histórica de muchos siglos nos enseña respecto de las potencias que alguna vez fueron hegemónicas: su caída suele ser precedida por su comportamiento criminal y su decadencia moral.
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