El Impacto internacional de la situación de Paraguay

El acuerdo internacional más importante del que Paraguay participa desde 1991 es el MERCOSUR. Los otros tres miembros plenos del MERCOSUR—Brasil, Argentina y Uruguay—han decidido que el nuevo Presidente del Paraguay, Federico Franco, no participe de la Cumbre de Jefes de Estados de ese organismo que se reunirá en Mendoza, el próximo viernes.

Han invitando, en cambio, al Presidente elegido Fernando Lugo. Entre tanto, los países del ALBA—Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua—han retirado a sus embajadores de Asunción (Venezuela, además, ha suspendido el envío, muy decisivo para Paraguay, de las cuotas subsidiadas de petróleo).

Chile, Colombia, Perú y México, por su parte, han dado un paso más moderado, pero significativo, y han llamado a sus Embajadores “a informar”.

¿Qué explica esta amplia reacción internacional?

En primer lugar, da cuenta de que, ahora, los asuntos ligados a la validez de los procesos democráticos tienen importancia y significación regional. Desde el fin de la Guerra Fría, algunos temas cruciales han pasado a ser de validez y alcance internacional.

Así ocurre con la vigencia de los derechos humanos y con la legitimidad de los procedimientos democráticos. Para acudir a un símil muy pedagógico, ha pasado el tiempo en que estas cuestiones solo tenían alcance nacional y quedaban cubiertos por la noción de soberanía. “En mi casa mando yo”, se podía decir antes, pero esto ya no es válido ni a escala doméstica ni internacional.

Nadie puede ahora, al amparo de su domicilio, maltratar a su mujer o a sus hijos, porque intervienen los vecinos y la justicia.

Nadie, tampoco, en el concierto de la naciones puede vulnerar los derechos básicos de las personas o afectar la vigencia de la democracia, porque hay normas que dan legitimidad a la actuación de otros gobiernos en la esfera regional o global.

Esto último es, justamente, lo que se examina en torno a lo acontecido con la destitución del Presidente Lugo en Paraguay, porque esto puede afectar los principios de la Carta Democrática Interamericana, aprobada en Lima, en septiembre de 2001, o su complemento, la Declaración de Santiago, un Nuevo Compromiso de Gobernabilidad de las Américas, de junio de 2003, donde se reconoce que “el multilateralismo y la cooperación multilateral juegan un papel importante en el apoyo a los esfuerzos nacionales para promover la gobernabilidad y los principios de la democracia”.

Todos los países latinoamericanos tienen un régimen político presidencial que fue establecido, por primera, vez en la Constitución norteamericana de Filadelfia de 1787.

Este régimen político, a diferencia del parlamentario inglés, no contempla la responsabilidad política del Jefe de Estado, es decir, no permite destituirlo por una mera discrepancia con sus actuaciones.

Así, las responsabilidades políticas solo se dirimen en la siguiente elección. Por eso, la responsabilidad del Presidente, además de la administrativa, civil y penal común, se limita a unas pocas figuras delictivas que la misma Constitución establece y se ejercita a través del impeachment (o acusación constitucional contra el Presidente como en Chile se la llama).

Esto origina un procedimiento ante el Parlamento, el cuál establece en la Cámara Baja “si ha lugar o no a las acusaciones”, debiendo el Senado resolver como jurado—o sea, como un tribunal especial—sobre la culpabilidad del Jefe de Estado por los dos tercios de sus miembros, lo que acarrea su destitución.

Lo que este solemne y regulado procedimiento busca es evitar que el Parlamento desconozca la validez del proceso electoral del cual arranca el mandato presidencial y pueda establecer una censura política que es algo privativo de los regímenes parlamentarios.

Por ello, en famosos impeachment como los emprendidos en Estados Unidos contra los Presidentes Richard Nixon (1974), William Clinton (1998) o el que llevara a la renuncia de Fernando Collor de Mello en Brasil (1992), todos tuvieron fundamento inicial de acusaciones, procedimientos de defensa que ocuparon largas semanas, en medio de un debate público que permitió una exhaustiva refutación de los cargos por parte de los acusados.

En Paraguay, en cambio, no ocurrió nada de eso y, en 36 horas, el Presidente Lugo que había perdido el apoyo del Partido Liberal Radical Auténtico, su mayor aliado, fue impugnado en la Cámara de Diputados y el Senado, por una abrumadora coalición formada por parlamentarios colorado y liberal-radical.

Lo asombroso al revisar la Constitución paraguaya de 1992, que se ocupa en su artículo 225 del juicio político, es que, en ese país, el Presidente puede ser juzgado por “mal desempeño de sus funciones”, además de serlo por delitos cometidos en ejercicio de su cargo, sin que existan plazo o garantía alguna en este procedimiento.

Esto sitúa a los analistas internacionales ante un caso de legalidad formal que se aparta notoriamente de las exigencias de legitimidad propias del régimen político consagrado en ese país.

Alguno ha dicho que Lugo no ha tenido “un debido proceso”. En estricto sentido, habría que decir que Lugo no ha tenido ningún proceso, puesto que el acto de destitución se inscribe, siguiendo las normas de su Constitución, en el ámbito estricto de la censura política.

Este asunto de fondo es lo que preocupa, casi sin excepción, a los demás gobiernos latinoamericanos.

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