La democracia global en/Trumpada

Varias son las razones que explican el triunfo de Donald Trump en las recientes elecciones de EE.UU., y varias también son las dudas que surgen de cómo será su gobierno. Mucho de todo esto se discute en las tertulias, en los cafés y en las redes sociales, es comentario obligado entre los amigos, y se ha convertido también en objeto de concienzudas interpretaciones geopolíticas por parte de la academia y la prensa.

Pero pretender siquiera acercarse a las certezas de un análisis es difícil, sobre todo porque en esta era de posmodernidad crónica, en estos tiempos de verdades acuosas, en que -además- las informaciones fluyen vertiginosas por la velocidad y origen de las mismas, cuesta identificar de ellas lo verdadero de lo falso, lo ingenuo y de lo intencionado, lo real de lo imaginario. Sin embargo, será siempre necesario tratar de escudriñar las razones del acontecer, tratar de entender fenómenos más allá de los intereses particulares y partidarios, ideológicos y culturales, para poder así esgrimir argumentos y compartir reflexiones, mirando más allá de las frías cifras que supone el resultado en las urnas de una elección popular, por mucho que arroje finalmente un número y un porcentaje que habilita la posibilidad de que veamos, a pesar de todo, que la democracia sigue funcionando y que las mayorías, cualesquiera que sean sus motivaciones y voluntades, se expresan soberanamente.

Una democracia amenazada

De un tiempo a esta parte se ha instalado la idea de que la democracia, como la conocemos desde su proceso evolutivo en el siglo XX y cómo se ha desplegado particularmente en Occidente, sobre todo tras el fin de la Guerra Fría, ha entrado en un proceso de deterioro tal que incluso se cierne sobre ella un manto de incertidumbre, que amenaza su propia existencia. Se concluye lo anterior al advertir cómo, incluso en las democracias más avanzadas del mundo, se han dado pasos a ideas extremas, populismos variopintos y fragilización de las instituciones, lo que ha provocado crecientes descontentos ciudadanos, estallidos sociales y revueltas violentas, lo que ha alterado el orden de las cosas, amenazado la paz global y desestabilizando gobiernos que no han sabido o no ha podido resolver las crecientes demandas ciudadanas, que con la expansión del consumo parecieran crear una sociedad, que pese a los avances de la economía y la cultura, del bienestar objetivo (cualesquiera sean los indicadores que citemos), esté sin embargo cada vez más insatisfecha, o al menos que la sensación de que el aumento de las expectativas ciudadanas sea más rápido que la capacidad de los gobiernos de satisfacerlas. Es decir, que en la brecha de satisfacción, adaptada a la realidad de cada Estado, podría radicar la frustración crónica de la población por la incapacidad de sus propios gobiernos en la generación adecuada y oportuna de soluciones reales para sus demandas.

A lo anterior se deba quizás el comportamiento pendular de los electores cuando se trata de elegir a sus nuevos gobiernos, transitando con la misma convicción (o sin ninguna) tras cada período presidencial, de un lado a otro del espectro político, y al revés. Muchas veces los países que mantienen regímenes más autoritarios, o definitivamente dictatoriales, "gozan" de una envidiable (aunque aparente) estabilidad política, ciertamente no exenta de atropellos evidentes a los DD.HH., como ausencia de libertades públicas o de injusticias sociales acotadas a la élite gobernante, un férreo dominio de los medios de comunicación, la persecución sistemática de los opositores políticos o al uso abusivo del aparato estatal para el ejercicio de políticas hegemónicas.

Estos ejemplos los vemos, por supuesto, en regímenes como el de Putin, de Ortega, de Maduro o de Erdogan, en distintos grados y niveles, pero también de alguna manera en el modo de hacer política en el Brasil de Bolsonaro, Argentina de Milei e, incluso, en países como Estados Unidos. En este escenario se mueve -a mi juicio- el frágil ritmo de la crisis de las democracias en los tiempos actuales, donde una vez más pareciera que todo lo que fue estable y duradero se ha debilitado al paradigma de la incertidumbre y al vaivén de las masas ciudadanas tan extraviadas como sus gobernantes, o quizás, de gobernantes extraviados a raíz precisamente de la confusión sistémica de la época sustentada en parte, por el ensimismamiento de las grandes masas ciudadanas.

Las cambiantes voluntades de los electores demuestran que las emergentes expectativas ciudadanas, que se mueven al ritmo de una revolución tecnológica sin precedentes, por el vertiginoso aumento de la producción de bienes y de consumo mismo, y la efervescencia comunicacional de las redes sociales, que achica al mundo hasta convertirnos en una verdadera aldea neolítica, no alcancen a ser satisfechas en forma cabal y oportuna.

Asimismo, la democracia occidental, liberal y capitalista, ya no tiene al frente un modelo al que oponerse, un modelo alternativo que sirva como chivo expiatorio de los males de la humanidad. El fracaso del modelo opuesto a su vez, desnudó sus propias falencias, aumentando el interés de las élites más intelectuales en promover, al menos desde la academia y la teoría, la búsqueda de un modelo de desarrollo más humano, con un estado de bienestar a la altura de las nuevas circunstancias y la consolidación de las instituciones democráticas a partir de la mejora de los estándares de educación, la evolución tecnológica y científica a escala ética, al advertir por ejemplo, el inmenso daño al medio ambiente que significa el mantener el status quo de la feroz industrialización, del nivel de consumo y el gasto energético, indudablemente sumando a esta ecuación, la promoción de las libertades individuales y la creación de mayores estadios de participación ciudadana.

Las razones de Trump

El triunfo de Trump se da en el marco de la realidad global antes descrita, de la cual, como dijimos y lo han dicho una serie de analistas, EE.UU. no es la excepción. Pero más allá del contexto global, del cual por cierto el país norteamericano es parte importante y también responsable, hay una serie de factores internos que podemos tratar de compartir.

En primer lugar, desde antes de que asumiera Joe Biden existía la percepción de que el desempeño económico de EE.UU. no había cumplido con las expectativas de los votantes. Si bien muchos indicadores objetivos durante el período del presidente demócrata reflejan una mejora evidente en la economía, la opinión mayoritaria del ciudadano medio era de que estas mejoras han sido insuficientes, descontento que fue sin duda capitalizado en la campaña por Trump, esgrimiendo un discurso directo, simple y a veces falto de realidad, pero que hacía sentido a las carencias económicas de grandes masas de trabajadores, sobre todo en los estados del medio oeste, aunque también crecientemente en estados de mayoría demócrata y en grandes ciudades.

Desde el punto de vista de las comunicaciones de masas, muchas veces las noticias, por falsas que sean, adquieren credibilidad si éstas confirman las creencias de la gente; sin embargo, la satisfacción de las expectativas en relación a la prosperidad económica (y social) no se manifiesta sólo con cifras ni gráficas entendidas por expertos, como lo son los datos estadísticos que muestran promedios o curvas que expresan tendencias, sino también por la creación de un ambiente proclive para acompañarlas y darle sentido. El rol que los medios de comunicación cumplen en este tema es relevante en la creación de opinión pública y muy bien los saben los regímenes totalitarios.

El otro tema sensible para los votantes fue el de la inmigración ilegal, incluso para aquellos inmigrantes ya establecidos en el país, y que ven como una amenaza para sus propios puestos de trabajo el ingreso masivo de nuevos inmigrantes, con quienes podrían competir en un mercado laboral cada vez más restringido. Esto no es patrimonio sólo de los EE.UU., se trata de una situación crítica en casi todos los países desarrollados, o en los que en su respectiva región muestran mejores índices que los vecinos, como es el caso de Chile. Además, en la campaña entre Trump y Harris se planteó el tema de la inmigración asociada al de la seguridad y la delincuencia, con la construcción de un relato que si bien parece burdo para los sectores más educados, es coherente con un sentimiento chauvinista de protección a los valores del país, que aunque su origen haya sido precisamente resultante del destino de cientos de miles de inmigrantes europeos, éstos pudieron construir no sin dificultades y ni salvaje discriminación, una cierta identidad cultural autoasignada.

La cultura "americana" estuvo fuertemente basada en la conservación de valores individuales y colectivos relacionados con la fe religiosa (es un país con miles de iglesias nacionales de confesiones distintas y únicas), la herencia étnica, la cultura del trabajo y la posibilidad de la riqueza como la utopía de un cada vez más incierto sueño americano y la consagración de un concepto de libertad individual sobre cualquier otro valor social; todos elementos muy bien explotados en la campaña y difundidos adecuadamente por las redes sociales.

El éxito de este discurso se debe a una creciente polarización ideológica que sin duda favorece a aquellos que tienen opiniones que representan posturas firmes y claras. Por ello la importancia en la campaña de temas como el aborto o la libertad religiosa, el derecho inalienable de portar armas y el nacionalismo cultural, representado por esa frase de "America first", encuentran cabida en el ciudadano medio; de ese modo se consolidó un discurso anti-elite y profundamente populista, que cuestionó un sistema supuestamente corroído por el aprovechamiento político y la corrupción; quizás por eso, los electores actúen en forma tan benevolente con el rol que le cupo a Trump en el asalto al Capitolio, o con el intento de desconocer el triunfo de Biden hace 4 años, cuando el propio Trump intentó instalar la idea de que la elección había sido un fraude, en una especie de campaña conspirativa contra la propia institucionalidad democrática que lo detentaba en el poder, y que encontró en sus electores, un buena aunque cuestionable base moral. Las similitudes con otras realidades son evidentes.

Pero claro, no solo se trata de los "méritos" de Trump sino también de los deméritos de sus adversarios, partiendo por la falta de liderazgo de un presidente como Joe Biden, quien como nunca parecía ser una mímesis de un político y estratega del país más grande del mundo, una especie de títere de su propio partido o, quizás, a vista de los electores republicanos, de alguna fuerza oculta tras el poder. Fueron clave en la campaña también los desvaríos verbales y la salud debilitada del candidato demócrata y la aparición intempestiva, obligada, casi forzada por las circunstancias, de una candidata como Kamala Harris, quien no pudo ni alcanzó a seducir a los electores ni evitar el desastre que significó una política demócrata dubitativa e improvisada, a la vez tensionada por factores internos de un partido tironeado. Por un lado por ideas progresistas de escritorio y por otro, por un débil pragmatismo, tensión que contrasta ciertamente por un candidato carismático y polarizante, que se conectó emocionalmente con sus seguidores, quienes apreciaron su autenticidad y su rechazo a las normas tradicionales de la política.

El triunfo de Trump es tanto producto de los méritos de su campaña como el saber interpretar a una mayoría silenciosa y auto percibida como postergada ante las amenazas inciertas de otras potencias como China, por ejemplo, en la disputa de la industria y de la hegemonía económica, y de los inmigrantes en los temores que produce eventualmente en el mercado del empleo, en una sociedad donde se trabaja más de ocho horas diarias para intentar conquistar el cada vez más esquivo sueño americano. Pero el triunfo del empresario es también producto del fracaso del Partido Demócrata por generar liderazgos sólidos, consolidar un programa político realista incorporando las distintas sensibilidades del sector y el haber podido comunicar mejor sus propios logros, en el entendido que el ciudadano medio requiere de argumentaciones más directas sino más simples, para ser seducido de los beneficios de un determinado programa social o de una política internacional sostenible y solidaria, si es que hay espacio para programas solidarios en una sociedad de mercado.

¿Pero por qué el triunfo de Trump plantea dudas? ¿Tienen razón aquellos que plantean difíciles escenarios en la política estadounidense o el eventual debilitamiento de su propia democracia o el rol que le cabrá en el ámbito internacional e, incluso, en el futuro de la paz mundial? Yo creo que sí.

Son absolutamente legítimas esas dudas. Dudas que, aunque legítimas, no significan que eventualmente éstas puedan disiparse en el tiempo, si vemos que nada de lo que se teme se cumple y si, por el contrario, la fortaleza de las instituciones pueda evitar su propio colapso.

Futuro incierto

La primera duda surge de la crítica de vastos sectores políticos, incluso en sectores minoritarios del propio Partido Republicano, en relación a haber socavado la confianza de las instituciones en las elecciones de 2020, calificándolas de fraudulentas sin ninguna evidencia, lo que puso en estado de alerta a la comunidad internacional respect0 de la larga tradición democrática de la súper potencia mundial. Las críticas de Trump al sistema judicial, al Congreso y a los medios de comunicación ante cualquier dificultad en su gobierno podrían intensificarse, erosionando aún más la credibilidad de estas instituciones, que son fundamentales para la consolidación de un sistema democrático, lo que haría aumentar la polarización política y social; su retórica de caracteres divisivos exacerba tensiones entre diferentes grupos políticos, raciales y sociales lo que podría derivar en un clima de inestabilidad interna y episodios de violencia política, como fue el ataque al Capitolio el 6 de enero de 2021.

Por otra parte, hoy el partido Republicano detenta mayoría en ambas cámaras del Congreso y un sistema judicial dominado por jueces elegidos en el anterior período de su gobierno, lo que le permite mantener un amplio control sobre las instituciones. El riesgo, dada su exuberante personalidad, es una excesiva politización de las fuerzas de orden y, por supuesto, del sistema judicial, lo que debilitaría la autonomía entre los poderes del Estado. De hecho, como ya se ha planteado, el propósito de tomar represalias contra opositores políticos y reforzar el control del aparato gubernamental para favorecer sus intereses, o la voluntad de centralizar aún más el poder del Ejecutivo, limitando el rol de los estados en la toma de decisiones clave, especialmente en temas de inmigración, derechos civiles y políticas de salud, plantean evidentes riesgos de autoritarismo.

En su libro "Cómo mueren las democracias" (Ariel, 2018), los cientistas políticos estadounidenses Daniel Ziblatt y Steven Levitsky anticipan el hecho explicando cómo hoy los países, incluyendo democracias tradicionalmente sólidas, se convierten en regímenes autoritarios sino dictatoriales, ya no por cruentos golpes de Estado (aunque también), como fue en los '60 o '70, sino producto de sus propios ordenamientos jurídicos, ya sea por la inexistencia de contrapesos institucionales o de controles democráticos, promoviendo cambios constitucionales para extender los mandatos presidenciales o restringiendo finalmente las libertades públicas, de reunión, expresión y asociación, por ejemplo. Las pruebas abundan.

En el ámbito internacional, Trump ha mostrado desconfianza hacia alianzas tradicionales de EE.UU., como la OTAN, considerando a sus socios estratégicos más bien como competidores que como aliados, cuyo enfoque unilateral podría disminuir la influencia global del país. Algo similar ocurre con la política de "America First", que podría intensificar el aislacionismo, reduciendo la cooperación en temas globales como el cambio climático, la salud global o la regulación tecnológica. Adicionalmente, el magnate ha mostrado simpatías hacia líderes autoritarios como Vladimir Putin y Kim Jong-un, lo que podría normalizar este tipo de liderazgos y debilitar los esfuerzos por promover la democracia en el mundo, y sus discursos impulsivos respecto de las crisis internacionales, han dibujado, a lo menos, un escenario confuso en los temas de los conflictos vigentes del Medio Oriente, Ucrania o Taiwán, lo que genera incertidumbre en el rol que le puede competir a los EE.UU. y sus aliados en una escalada de riesgos globales.

Finalmente, estará por verse si se reactivarán las guerras comerciales, especialmente con China, que afectaría gravemente las cadenas de suministro globales y la estabilidad económica mundial, la implementación por parte de EE.UU. de políticas proteccionistas que afecten a Latinoamérica y, particularmente a Chile, desconociendo tratados multi y bilaterales

La reelección de Trump genera sin duda desafíos significativos para la estabilidad democrática y la posición de Estados Unidos en el escenario global. Mientras sus partidarios ven su liderazgo como una defensa de los valores tradicionales y la soberanía nacional, sus críticos advierten sobre riesgos profundos para la democracia y las relaciones internacionales. La capacidad de contrapeso de otras instituciones y actores será crucial para mitigar estos riesgos.

Los cantos de sirena de una supuesta nueva política que trascienda los más profundos valores de la democracia liberal, pueden verse limitados por las dimensiones de una salida atractiva a las masas, pero incierta, cuyos efectos son difíciles de predecir.

Los temores que surgen del triunfo de los populismos es que con el tiempo, ante la incapacidad de respetar los más mínimos estándares de la democracia, y ante el fracaso de las promesas de campaña, el descontento popular no sólo se agudice sino que transforme el orden institucional en una lucha entre los más poderosos, cuestión que al menos, desde la Revolución Francesa, las políticas de los estados modernos y más avanzados, lo han podido sortear con relativo éxito, gracias a la solidez de sus instituciones democráticas como a la seriedad de muchos líderes políticos sobrios e inspirados, y no por las triquiñuelas mediáticas de políticos en-trampados en sus propios prejuicios.

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