Hace unos días atrás, el 8 de febrero, las autoridades nicaragüenses decidieron liberar a 222 personas a las que mantenían arbitrariamente encarceladas por ser identificadas como opositoras políticas. La condición impuesta para la liberación era que todas ellas fueran llevadas a Estados Unidos, cuyo gobierno dispuso de un avión que los trasladó desde Managua a Washington DC. Al día siguiente, el Congreso de Nicaragua, bajo control del gobierno, aprobó aceleradamente una ley que privó de su nacionalidad y derechos políticos de por vida a las y los desterrados.
A pesar del destierro y de la privación de sus derechos civiles y políticos, se trató de una circunstancia digna de celebración: estas personas recuperaban por fin la libertad de la que habían sido privadas injustamente y sin derecho a defensa; se libraban de un régimen carcelario discriminatorio, arbitrario y que las sometió a tratos crueles e inhumanos, muchos de los cuales podrían ser calificados de tortura según los reportes de organismos internacionales abocados al estudio de estos casos.
No obstante, los hechos de Nicaragua también nos plantean desafíos y lecciones, particularmente en materia de política exterior.
Para empezar, la recuperación de la democracia y del estado de derecho en Nicaragua sigue pendiente. Testimonio de ello es que, a muchos de los familiares de las personas liberadas y desterradas, que aun están en Nicaragua, les han retenido sus pasaportes y se encuentran atemorizadas y, en principio, imposibilitadas siquiera de partir al exilio a reunirse con sus seres queridos. De ahí que la reunificación familiar se erige como un desafío urgente.
Además, varias decenas de personas opositoras se encuentran aún presas bajo cargos o sometidas a condenas genéricas, sin fundamento real, por un sistema de justicia sin garantías de independencia del gobierno, como es el caso del obispo de Matagalpa y Estelí, Rolando Álvarez, quien ha sido condenado a 26 años de cárcel por menoscabo a la soberanía nacional y difusión de noticias falsas.
Adicionalmente, el régimen de Ortega ha continuado con la privación ilegal de la nacionalidad de opositores nicaragüenses conforme a las reglas del derecho internacional. A las 222 desterradas, el 16 de febrero pasado se sumaron otras 94 personas despojadas de su nacionalidad, lo que evidencia una desafección total por los principios y normas básicas del derecho internacional de los derechos humanos.
Por otra parte, persiste la impunidad por la muerte de más de 300 personas en el contexto de las protestas sociales, sin que se conozca una sola investigación imparcial que determine la verdad de lo ocurrido y asigne las responsabilidades por esas muertes.
Sin embargo, el estado actual de deterioro de las instituciones democráticas en el país centroamericano no ocurrió de un momento a otro. Ello fue el resultado de un proceso que pasó casi inadvertido para la comunidad internacional y particularmente para la región. Una diplomacia más activa en materia de defensa de la democracia y los derechos humanos podría haber promovido debates y políticas que previeran la deriva autoritaria consolidada en Nicaragua.
La reciente liberación de personas presas por las autoridades nicaragüenses es también entonces un recordatorio central de la responsabilidad de proteger que tenemos los actores de la comunidad internacional y que esta responsabilidad, reconocida por el derecho internacional, tiene como función principal la prevención de situaciones tan graves para la democracia y los derechos humanos, como las que ocurren en Nicaragua.
La idea de que nuestras relaciones bilaterales pudieran ser negativamente afectadas, por la denuncia y preocupación de Chile por graves violaciones a los derechos humanos o atentados contra democracia en otros países, es entonces un grave error.
El multilateralismo, que Chile ha sostenido y promovido históricamente, se erige sobre la protección de nuestros intereses al mismo tiempo que en la defensa de reglas objetivas y estables en materia internacional, al centro y en la cúspide de las cuales están la democracia y los derechos humanos. Relativizar esas reglas en pos de intereses o situaciones coyunturales, o abandonarlas por un mal entendido realismo o racionalidad, no solo traicionaría nuestra propia y tradicional línea de política exterior, sino que, además, afectaría los intereses y la posición de Chile en la comunidad internacional en el mediano y largo plazo.
Hay una segunda lección que nos dejan estos hechos. No renunciar al diálogo diplomático bilateral y/o multilateral. En ese sentido, la persistencia de una práctica dialogante y sin exclusiones resulta clave para la obtención de resultados concretos en el marco de las relaciones internacionales. Esto es especialmente importante en contextos donde no parece verse luz al final del camino, pues se abre paso a desenlaces esperanzadores como los de las personas liberadas el pasado jueves.
Hace solo un par de semanas era difícil imaginar la liberación de opositores y opositoras presas en Nicaragua. Hoy celebramos y acompañamos emocionadas su libertad.
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