Intentar descifrar el conflicto del Medio Oriente no es tarea fácil. Dependerá siempre del cristal con que se mire o del punto de vista que el analista elija para abordar el tema. A veces incluso resulta del todo inútil remitirse a los aspectos históricos para comprender a fondo el fatal enfrentamiento entre unos y otros, sobre todo porque más allá de las explicaciones, lo que aparece siempre son nuevas miradas, reacciones depositadas en el tiempo que, aún más, resueltos eventualmente los conflictos de origen, no encuentran solución ya que el sedimento cultural acumulado por décadas impide retrotraer el enfrentamiento a las causas que eventualmente lo gatillaron. La leche derramada no puede volver al vaso.
Sin duda, este conflicto está determinado por factores políticos, geopolíticos, que comportan la importancia estratégica de la región desde la antigüedad, como pasadizo entre Oriente y Occidente por una tierra bisagra que separa/une los mundos desde los inicios de la historia. Pero sin el componente religioso, la crisis crónica se esa ambicionada geografía no sería distinta a la de cualquiera otra; allí surgieron las primeras religiones monoteístas, y para cada una de ellas el significado trascendente que supone esta tierra remueve los inquietos espíritus de pueblos, entonces nómadas, que construyeron su identidad a la luz y sombra de sus propias interpretaciones de los textos sagrados como ley moral y respuesta a las incertidumbres que, paulatina y persistentemente después, la ciencia se ha ido encargando de dilucidar, y que aún en la ignorancia de la trashumancia antigua, algunos persisten en dar carácter divino a los viejos mitos de las tierras que conforman el Levante de Canaán.
Choca a la mentes modernas entender las leyes del Levítico o las normas del Deuteronomio, las explicaciones variopintas de la tradición hebraica que no son diferentes a las de los pueblos hermanos herederos de Ismael, que como Caín y Abel sumergen su odio por los designios de un dios que de justo, benévolo y misericordioso tiene poco y nada, que ofreció una tierra en promesa para uno de los pueblos, separando las estirpes de la familia abrahámica en dos pueblos bíblicamente irreconciliables, que con la tradición de la palabra hablada, los convertiría tras siglos de disputas, en enemigos fratricidas. Se trata de una misma raza y de un mismo dios, creado a imagen y semejanza de sus propios profetas, aunque distanciados en los matices que los exégetas daban a cada texto sagrado, a cada parábola, descifrando los sentidos místicos de las leyendas y las profecías.
Desde entonces, emperadores romanos y reyes, papas y caballeros, concilios episcopales e imperios, usaron y abusaron del sentido religioso de esas creencias, les dieron forma para gobernar a sus pueblos, establecieron un canon rígido y excluyente, establecieron las doctrinas del aparato santo, se llegó a legitimar la tortura y la muerte a quien no fuera fiel; ejércitos de centenares de miles de hombres acudieron a la Tierra Santa a salvarla de los enemigos de dios a espada y fuego, de muertes y revanchas sin fin, en una escalada de horror para instalar una verdad única que diera respuesta patente a las frágiles y temerosas existencias humanas amenazadas por la Inquisición, la caza de brujas, la ausencia de libertad de pensamiento y la concientización de las conciencias.
Pero por mientras, o junto con lo anterior, desde la síntesis hebrea surgía el cristianismo con su ecléctica carga sinodal que bebía de las fuentes del mitraísmo y que se nutrió de los influjos de toda creencia oriental en boga más allá de los valles babilonios y luego, con los años, de las diversas tradiciones paganas celtas, griegas y romanas. Al principio fueron perseguidos los cristianos y a continuación los judíos a causa de la oscura leyenda de la muerte de Jesús el nazareno. Perseguidos, juzgados, asesinados y expulsados, sus barriadas y guetos se originan en la Europa medieval a las afueras de las ciudades amuralladas; obligados a protegerse en sus idiomas y tradiciones, sus riquezas las llevaban consigo de pueblo en pueblo de patria en patria en cada huida y escapada, convertidas en monedas de oro y plata más no en un espacio vital donde ejercer su poder soberano.
Mantuvieron sus tradiciones en las grandes capitales del S. XVI, incluso en la España musulmana, donde convivieron en paz con los emiratos de Córdoba y los reinos taifas hasta que los árabes son expulsados de Granada y los judíos de la península por los reyes católicos. Sefaraditas y asquenazis vagaron por el Mediterráneo, se desplegaron entre Tesalónica y Kiev, París y Viena, Atenas y Esmirna hasta que la causa sionista a fines del siglo XIX motivó a las grandes potencias a buscar una solución para darle tierra al pueblo judío. Expulsados de la Rusia zarista y de la bolchevique, esclavos en sus propios barrios, víctimas de pogromos, traslados en tren apiñados como ganado a los centros de exterminio en el holocausto nazi, algunos huyeron a América y desde el fin de las grandes guerras un largo y decidido peregrinaje para instalarse en Tierra Santa impulsados por la declaración del senador Balfour que buscaba con ansias un hogar soberano para el sufriente pueblo judío.
Con la derrota del Imperio Turco Otomano en 1917, las tierras de Palestina se convirtieron en protectorado británico. Ya había colonos judíos allí conviviendo en paz con drusos, cristianos y, sobre todo, musulmanes, hasta que la oleada de inmigrantes de Europa comenzó a desestabilizar la región. Entonces el ejército británico engañó a bereberes y beduinos cuando les prometió una gran patria panárabe si las tribus del desierto los ayudaban a expulsar a los turcos de Tierra Santa, partieron en Alkabha y luego hacia el norte con el apoyo de las dinastías jordanas y saudíes, al tiempo que colonos judíos migraban a su propio edén bíblico. Tras la Primera Guerra y la instalación de la nueva Turquía circunscrita a la península de Anatolia bajo las órdenes modernizadoras de Atartuk, las tierras árabes del antiguo imperio fueron divididas en dos territorios, al norte un protectorado francés con el Líbano y Siria, Beirut, se decía era la capital más europea de Medio Oriente, y al sur un protectorado inglés que rápidamente fue dividido en dos territorios uno para Jordania y el otro para Palestina y al que cada día llegaban más colonos judíos. El encuentro entre los nuevos colonos y los residentes provocó en 1920 los primeros entreveros entre palestinos e israelitas, tal como fue la disputa que anticipó el Yavéh bíblico entre Isaac e Ismael, ambos hijos de Abraham, aunque el primero hijo de su legítima mujer, Sarah, y el segundo, de su concubina, la esclava egipcia, Agar.
El horror del Holocausto apresuró por parte de las grandes potencias la necesidad de crear un estado de Israel en ese agreste paisaje entre el Mediterráneo y el río Jordán al sur de los cedros fenicios y al noreste del Sinaí. Naciones Unidas dividieron en dos partes casi iguales la tradicional Palestina, a los palestinos les dio la Cisjordania, Gaza y las Alturas de Golán con los pagos que los rodeaban, aproximadamente 55% del territorio, y a los judíos los asentamientos territoriales restantes, el 45%, con una ciudad como Jerusalén resguardada por las propias Naciones Unidas, aunque disputada en las cuadras de la antigua ciudad bíblica por armenios, cristianos, judíos y musulmanes.
La partición resultó compleja, territorios sin una necesaria continuidad geográfica, pueblos salpicados entre palestinos e israelitas, y de facto comunidades completas de ambos pueblos instalados en territorios contrarios. Ello provocó especialmente la indignación de los palestinos por no haber sido parte de la consulta que buscara una solución a la situación judía y por la displicencia de las grandes potencias por no haber hecho un trabajo de seguimiento tras el retiro de las tropas británicas en la región, sobre todo por el engaño que sufrieron los árabes en sus promesas de la creación de un solo estado árabe en la zona tras la derrota de los otomanos en la Primera Guerra Mundial (ver el filme "Lawrence de Arabia", de David Lean).
La posibilidad de convivir pacíficamente era posible, pero no con los desatinos de los imperios vencedores de la guerra y sus ingentes intereses geopolíticos. Los ingleses y estadounidenses estaban más preocupados de una Guerra Fría que recién comenzaba o de sus inversiones petrolíferas en Irak o Irán, como la de su amistad con Egipto por la importancia estratégica del Canal de Suez. Sin duda todo se pudo haber hecho mejor, pero las naciones triunfantes enceguecidas de arrogancia se comportaron como jueces y parte en todos los conflictos políticos internacionales desde entonces, asumiendo un rol de no neutralidad, jugando sus cartas en beneficio de sus mezquinos intereses, en vez de ejercer un liderazgo que permitiera construir una paz duradera entre esos pueblos con el consiguiente respeto de sus soberanías.
Es así como Francia mantuvo cruentos conflictos en Vietnam y Argelia, lo que casi produce el colapso de la propia metrópoli, o el Reino Unido que al desmoronarse el imperio, dividió a la India entre musulmanes e hindúes, con territorios como los de Pakistán sin solución de continuidad, o EE.UU. para ampliar la influencia del "mundo libre" se enfrentó en Corea y Vietnam a guerras intestinas provocando profundas heridas en su convivencia nacional, y como si fuera poco, el régimen estalinista exportando su Revolución a diestra y siniestra acompañando su escurridiza utopía con hambre, muerte y desolación.
Al principio, los vecinos árabes no aceptaron la creación del estado de Israel, no al menos en el modo de cómo se hizo, lo que no significa necesariamente que a estas alturas de los hechos, la solución pase por deshacer lo realizado. Con el tiempo muchos países árabes han reconocido el derecho de la coexistencia de Israel y de una Palestina soberana, los acuerdos firmados desde los años '90 ratifican esa voluntad entre los estados, sin embargo, mucha agua sigue corriendo bajo el puente. La letra muerta de estos tratados es de responsabilidad de los grupos rebeldes de inspiración terrorista y yihádica, pero también lo ha sido de la voluntad parcial de las grandes potencias que no han querido (o no han podido) dar apoyo a una patria palestina soberana, en desmedro de un apoyo irrestricto a la causa israelí. Otro elemento que se debe considerar es la asimetría en las partes, ya que mientras por un lado tenemos a un estado institucionalmente desarrollado, con sólidas estructuras democráticas y que cuenta con un importante arsenal armamentístico y apoyo internacional; por el otro tenemos grupos fanáticos descolgados de toda institucionalidad palestina, que de suyo es feble, que transita entre la institucionalidad política y la rebelión armada, un pueblo que vive en permanente ocupación, donde incluso, contra su voluntad, ha sido segregado por la construcción de fronteras amuralladas al interior de sus propias ciudades, aislando de servicios básicos a cientos de miles de pobladores, lo que hace ver la reacción violenta de los grupos extremos, como una rebeldía explicable a los ojos de algunos románticos despistados.
Estos antecedentes han estado en la ecuación desde las primeras asonadas militares, primero fue la invasión por parte de los países de la Liga Árabe del territorio en 1948 el mismo día que el nuevo estado declaraba su independencia y con una ONU que, haciendo la vista gorda, se retiraba sin actuar mediando una solución de paz. Tras el conflicto Israel aumentó su territorio en 26% generando casi un millón de refugiados palestinos. En 1956 en un intento de recuperar el canal de Suez por parte de Inglaterra y Francia, Israel se tomó la península del Sinaí y la franja de Gaza, lo que produjo una inédita reacción entre EE.UU. y Unión Soviética, entonces firmes adversarios políticos, actuando en conjunto para obligar a devolver el canal a Egipto y retirar a las tropas israelitas de los territorios ocupados. El canal y el Sinaí volvieron a Egipto y Gaza a Palestina. Lo que en un principio fue una derrota para el país de la legendaria Cleopatra, se transformó en una victoria moral para los intereses árabes en la región. La Guerra de los Seis Días una década después reconfiguró la presencia israelita en el territorio, y los distintos conflictos como la guerra en el Líbano, la invasión de EE.UU. a Irak, incluso la guerra civil en Siria más recientemente, han estado siempre con el enfrentamiento árabe-israelí en la mira.
Sin un estado palestino soberano en forma, sin el apoyo de las grandes potencias, sin la capacidad de reconocer la existencia de dos países por parte de toda la comunidad internacional será difícil gestionar la paz, al mismo tiempo con un estado de Israel que ambicione cada vez más territorio, sin la capacidad cierta de intervención de la ONU o de su comité de seguridad activo para frenar las arremetidas israelitas, o al menos sin que las grandes potencias actúen en forma ecuánime en el conflicto, no habrá paz.
Por eso ningún análisis se trata aquí de buenos y malos, de víctimas o victimarios. Y no se trata de no asumir una posición por uno u otro bando, como a veces se reclama desde lejos, la exigencia de una necesidad de tomar partido, de alinearse en causas excluyentes, acusando al otro de estar equivocado a raíz de la posesión absoluta de una verdad única, máxime si es la religión, el mandato de Jehová o Alá que está detrás. Por mi parte, trato de elegir siempre una reflexión y una mirada que sea parte de la vida y de la democracia, que esté detrás del respeto a las instituciones y a la promoción a toda costa del diálogo como única forma de progreso de los pueblos.
Desde el análisis geopolítico, incluso desde una filosofía de pizarrón, uno podría entender eventualmente las motivaciones de los grupos fanáticos, su impotencia y su desesperación, entender el miedo del ciudadano cualquiera a uno u otro lado de la muralla, por la amenaza de una bomba o un atentando, entender el legítimo sentimiento de defensa de una nación frente al ataque sorpresivo de terroristas, sin embargo, a la hora de analizar éticamente la acción humana, no podemos sino condenar todo tipo de violencia, cualquiera sea su motivación, cualquiera su consigna, que por lo demás, como se ha visto tras tantos años de miseria y devastación, sigue siendo inútil al momento de establecer una paz duradera o el bienestar de un pueblo.
Indigna constatar hoy que todos aquellos parciales de causas reivindicativas a sus propios intereses, rasguen vestiduras viendo la paja en el ojo ajeno, relativizando los propios horrores, los crímenes de sus simpatías, siendo incapaces de condenar la violencia como mecanismo de reivindicación de justicia. La violencia hacia la población en cualquiera de sus formas, y la muerte de inocentes es repudiable cualquiera sea el color de la víctima, cualquiera el uniforme del agresor. Si seguimos tomando parte por una razón política, religiosa o cultural que violente en nombre de la paz contra los otros nos hacemos parte de ese creciente odio infinito.
Incluso en nuestro país, personas que eventualmente están en un mismo partido político, o son parte de una misma familia, o son tan ajenos a los problemas de fondo de esos pueblos, asumen la defensa o justificación de las acciones de uno u otro sólo por la herencia remota de un apellido o por los dogmatismos o los prejuicios que ha abrazado en toda su vida, sin ser capaces de tomar distancia y juzgar los hechos en su mérito.
Son tan criminales los grupos extremistas de Hamás, como lo fueron en su momento de Hezbolá o Al Fatah, da lo mismo la causa que los movilice, lo es también el estado de Israel cuando -incluso estando en posesión de los poderes que le entrega su propia ley- arremete y arrasa contra poblaciones enteras e inocentes en un territorio extranjero como Gaza so pretexto de una legítima defensa. Criminales son todos aquellos que encuentran en la muerte y el vasallaje solución a sus problemas políticos, económicos, religiosos y culturales, lo fue el nazismo con su régimen de odio y muerte; el estalinismo que encandiló a tantos románticos con sus revoluciones; las tropas estadounidense en Vietnam; la legión extranjera en Argelia; lo fueron serbios y bosnios enfrentados en Sarajevo, los marines en la invasión a Irak; los idealistas latinoamericanos ensayando guerras revolucionarias con campesinos y pobladores muertos en nombre de un supuesto socialismo; fueron también criminales las dictaduras en Chile, Argentina o Brasil entrenadas para torturar en las escuelas de las Américas por la CIA.
No nos queda sino optar por la paz, la democracia y el diálogo como formidable antídoto contra las injusticias, el vasallaje y la muerte, alinearse por meras funcionalidades sanguíneas, místicas o interesadas no es sino ser parte de la misma guerra, que como siempre son muy difíciles de entender aunque muchas veces sean fáciles de explicar.
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