La izquierda en América Latina y el Caribe se encuentra desarticulada. Las expectativas de cambio, justicia social y equidad que despertaron sus propuestas no se han materializado en países como Chile, Colombia y Brasil, por citar algunos de los ejemplos que gobiernan la región. México parece ser una excepción.
Hoy, la izquierda o el progresismo representa un arco ideológico amplio, que abarca desde socialdemócratas hasta populistas de izquierda, incluyendo opciones nada democráticas. El hilo conductor que los une es un discurso genérico sobre justicia social y equidad, con énfasis en la participación ciudadana, en una crítica al neoliberalismo y en los efectos negativos de la globalización, así como una preocupación por la sostenibilidad ambiental.
Conversaciones respecto a la situación de las libertades y los derechos humanos en Cuba, Venezuela y Nicaragua se han vuelto tabú, y se observa una tardía o relativa incomodidad frente al tratamiento de problemas como la seguridad y la corrupción, que afectan a buena parte de las sociedades latinoamericanas.
No se vislumbra una estrategia clara para promover simultáneamente el crecimiento económico, reducir la desigualdad y fomentar la democracia. En la práctica, la agenda económica, social y política de la izquierda carece de integración. Al estar en el gobierno, construir consensos mínimos con otras actorías políticas, sociales y empresariales que permitan transformar promesas en resultados es imprescindible.
El asunto es que, en las democracias representativas, el desafío es justamente formar coaliciones transitorias que conduzcan un programa de gobierno a su concreción. En este contexto de bloqueos y polarización, la izquierda no está sola; casi todas las fuerzas políticas han enfrentado situaciones similares en la última década.
Esto representa un reto significativo para una región marcada por una limitada capacidad de crecimiento y gran heterogeneidad estructural. La pobreza se mantiene cerca del 27%, sin reducción en la última década. Aproximadamente el 50% de la fuerza laboral está en la informalidad y la región sigue siendo la más desigual del mundo, con el 10% más rico concentrando casi el 40% de los ingresos, comparado con el 24% en los países desarrollados de la OCDE.
La singularidad del Frente Amplio (FA) en el Uruguay destaca en este escenario. Esta semana inicia su cuarto gobierno desde 2005, alternando con el Partido Nacional que ganó estrechamente el balotaje en 2019. Durante este periodo, el FA ha logrado un crecimiento económico notablemente superior al promedio regional, ofreciendo un estado de bienestar que incluye salud y educación de calidad, además de políticas sociales que se reflejan en altos índices de desarrollo humano, bajo nivel de pobreza, y la menor desigualdad de América Latina y el Caribe.
Este éxito opera en un contexto de democracia consolidada, con altos niveles de participación y una cultura de tolerancia y convivencia que no tiene parangón en la región: civismo electoral, consciencia de todo el espectro político sobre la importancia del diálogo y acuerdos para fortalecer la gobernabilidad. La capacidad del Frente Amplio para mantener esta estabilidad es un ejemplo en un escenario donde la izquierda enfrenta importantes desafíos.
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