El caso "muñeca Bielorrusa" se ha convertido en uno de los mayores escándalos recientes del Poder Judicial chileno, mostrando presuntos pagos ilegales que, según la Fiscalía, habrían buscado influir en fallos de la Corte Suprema a favor de un consorcio empresarial. La exministra Ángela Vivanco y varios conservadores de Bienes Raíces son el foco de la investigación, lo que ha generado una crisis de confianza institucional y ha puesto en duda la imparcialidad del sistema judicial.
Esta situación afecta la vida cotidiana de los ciudadanos, que hoy temen no encontrar justicia ante los tribunales. El episodio erosiona la legitimidad de las instituciones y deja abierta la inquietante pregunta de hasta dónde podrían llegar los eventuales abusos y desvíos de poder dentro del sistema judicial. La corrupción, lejos de ser un hecho aislado, deteriora la confianza institucional y debilita la base democrática de nuestra convivencia.
La investigación, aún presente en los medios pese a las próximas elecciones, ha revelado antecedentes según los cuales altas autoridades judiciales -como la exministra Ángela Vivanco y varios conservadores de Bienes Raíces- habrían recibido pagos encubiertos por, presuntamente, favorecer intereses privados en fallos que afectarían al patrimonio público. El Ministerio Público apunta a un posible esquema de "venta" de resoluciones en el que Vivanco habría intervenido en varias ocasiones, además del cobro de comisiones mensuales para designar cargos de alta influencia, larga duración y elevados sueldos.
No puede minimizarse la gravedad de estos hechos: hubo presuntas transferencias millonarias, asesorías ficticias y coordinación entre autoridades para manipular fallos a favor de intereses privados. Vulnerar la justicia, distorsionando recursos públicos y la igualdad ante la ley, exige la condena más tajante y el máximo rigor ético y legal, pues compromete la integridad del Estado de derecho.
La desconfianza crece cuando quienes deben proteger derechos ceden ante lo ilícito, y la democracia misma tambalea bajo la sombra de lo que hasta ahora se encontraba oculto e impune.
Si estos hechos eventualmente ocurrieron en el máximo tribunal, no serían solo delitos puntuales: la sola sospecha impacta la legitimidad de un sistema que debe velar por la justicia y el bien común, lo que inevitablemente genera una sensación de indefensión escandalosa en la ciudadanía. Si los miembros de nuestro sistema judicial sucumben ante la corrupción, no solo abandonan su deber de proteger, también se convierten en un peligro latente para toda la sociedad.
Si finalmente se dictara condena, lo más grave no sería la cantidad de dinero ni la identidad de quienes participaron y se beneficiaron de este esquema, sino el grave deterioro del tejido ético y social que supondría, al debilitar la credibilidad en las instituciones encargadas de impartir justicia. Cuando estas traicionan su mandato, se eclipsa el objetivo común de una sociedad justa y pacífica y la ley deja de ser garantía para convertirse en moneda de cambio.
La impunidad ante hechos como estos provoca una herida en la sociedad difícil de cicatrizar. Por eso, es imprescindible que el proceso judicial avance con transparencia y severidad, para que quienes transgredan los principios que deben custodiar enfrenten las consecuencias legales. Solo así podremos recuperar una democracia que nos resguarde a todos, sin excepciones ni privilegios. No debemos olvidar que la existencia de las normas y su correcta aplicación por el sistema judicial es la alternativa pacífica que evita el enfrentamiento armado y protege el convivir civilizado.
Queda en evidencia la necesidad de reformas que eliminen la opacidad y los focos de corrupción en el nombramiento de jueces, notarios y conservadores. Así, destaca el proyecto que se encuentra en segundo trámite en el Senado, que busca terminar con los vínculos entre política y judicatura, fortalecer el control de los recursos por la Contraloría y mejorar la disciplina interna con organismos más autónomos para investigar.
Sin duda, este escándalo marcará un antes y un después en nuestra historia reciente ya que indigna y perturba la confianza pública. Además, fractura instituciones claves para la paz social y los valores democráticos. Hoy el cuestionamiento natural –aunque inquietante– es si esto es solo la punta del iceberg y cuán extenso es el detrimento causado. Lo evidente es que la confianza pública ya está dañada, pero la reacción y determinación ante este episodio definirán el futuro de las próximas generaciones y la vigencia real de nuestros valores democráticos.
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