El proceso de transición desde la Presidencia de la República hacia quien resultare Presidente electo es uno de los hitos más importantes en el marco democrático, en especial si los equipos técnicos de ambos comienzan un meticuloso trabajo para ello se materialice sin dilación, de modo que, llegado el momento, el Presidente electo sea investido con la banda presidencial y a partir de ese simbólico instante, asume todas las prerrogativas como Primer Mandatario, toda vez que se produce el fin del periodo presidencial.
Sin embargo, en varios gobiernos se ha hecho costumbre una situación fáctica que está al límite de la regulación constitucional, y es sostener casi institucionalmente reuniones con máximas autoridades de distintos órganos constitucionalmente autónomos, o incluso ser recibido en potencias extranjeras para ser reconocido como aquel quien llevará, en el futuro, la piocha de O'Higgins. Hay desde reuniones "de cordialidad" hasta prácticamente institucionales o extranjeras que podrían incidir en políticas internacionales llevadas adelante por el Poder Ejecutivo en ejercicio.
Entonces, ¿qué es la figura del "Presidente electo"? La Constitución Política dedica escasos artículos sobre la materia. En lo relevante, el artículo 28 aborda el hecho que el Presidente electo se hallare impedido de asumir el cargo del que ostenta ser investido. Y luego el artículo 30, en lo relevante, señala que "el Presidente cesará en su cargo el mismo día en que se complete su período y le sucederá el recientemente elegido". En consecuencia, ha de entenderse que la o el ciudadano elegido asumirá la Presidencia sola y únicamente cuando, quien ejerce la Primera Magistratura cese en su cargo aquel día que complete su período.
Se podría interpretar que la mención de la regulación en términos del momento de asunción al cargo y un eventual impedimento por parte de quien es electo, convertiría al "Presidente electo" como un poder constituido, tal como cualquier otro órgano que el código político regula. Sin embargo, el resultado electoral de quien se convierte en Presidente electo no otorga más derechos que los que expresamente confiere la Constitución, y por una específica razón: porque la Presidencia de la República, entendida como un órgano del Estado (y, por tanto, una institución por sí misma) requiere, para actuar válidamente dentro del Estado de Derecho, que exista una investidura previa y regular de quien lo ostenta. En consecuencia lógica, sólo quien está investido como Presidente de la República actúa como tal con la dignidad de su cargo, situación que no ocurre con quien aspira a llegar a aquella institución.
Esto no es un baladí, ya que podría traer consecuencias no menores: aquellas reuniones y reconocimientos podrían entorpecer, tensar o forzar cambios imprevistos respecto del poder constituido, independiente del tiempo que medie entre el triunfo electoral hasta la investidura de la Presidencia de la República. Naturalmente, la Constitución regula aquello que podría afectar a quien resulte electo, que le impida asumir el mandato. Se podría analizar, incluso, si estas prácticas poseen un correlato constitucional armónico. Pese a ello, la o el ciudadano que triunfa electoralmente, no lo hace acreedor de otro tipo de prerrogativas que tendría un ciudadano común para sostener reuniones con altas autoridades, ni mucho menos, en potencias extranjeras, pudiendo vulnerar, a lo menos, el derecho a la igualdad ante la ley.
Naturalmente, la legitimidad democrática depositada en quien espera investir la Primera Magistratura del Estado es del todo relevante. Sin embargo, hemos de ser conscientes que aquello no otorga derechos a los que los poderes constituidos están llamados a cumplir por la Carta Fundamental, ni mucho menos alterarlos con símbolos políticos que, a la postre, podrían afectar esenciales principios constitucionales.
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