“Porque destino del hombre/ es desafiar los laberintos de la muerte”. (Elicura Chihuailaf)
Escribe Gonzalo Rojas, no el poeta, que echa de menos la voz y actoría mapuche entre todas las que se escuchan y ve en medio de los dramas que cada tanto estallan en La Araucanía. Y afirmando que detrás de uno de los polos de esa conflictividad siempre es posible ver al capital financista, logístico e ideológico de unas cuantas ONGs y sus agitadores nacionales y extranjeros, apunta que su contraparte, a veces agresora, y las más, agredida, no alcanza a articularse en un frente común. Todos ellos, dice, no son un todo.
Y no lo son, continúa, porque su composición es variopinta, no representa un frente común, y articularse, aunque les mueva un similar afán de paz y progreso para la región, no es nada fácil. Más aún, tal cual él mismo dice, porque una vez por aquí y otra por allá, topan en la dimensión ética de su accionar.
Interesante, pienso, pero qué está diciendo con todo ello. O qué, de otra manera, señala por encima y debajo de lo que escribe.
Confundido un poco con sus palabras, comparto el link de su columna con un amigo, centrando en tres aspectos la inquietud y molestia que me produce su lectura. Uno, la no observación de la complejidad del cuadro ante el cual está escribiendo. Dos, la naturalización del rumbo que habrían seguido las cosas que lo componen. Y, tres, la simplificación de la salida o solución que propone. Me explico.
Primero, porque reconociendo que faltan voces para el acercamiento que propugna, deja en un segundo o tercer lugar que ello debiera ir de la mano de una comprensión más densa y compleja de lo mismo. ¿Por qué motivo?
Porque aunque diga que “los grandes ausentes son los mapuches que han dejado la tierra para fundirse laboral, familiar, religiosa y culturalmente con el resto de los chilenos”, o que ellos podrían ser “la bisagra que permitiría acercar posiciones”, no parece justo que pase por encima de dos de los fondos que hacen parte sustantiva del tema: la tierra y la identidad. Y menos, léase bien, que se haga aludiendo, así sin más, a ello… simplistamente, sin respeto por la palabra.
¿No habría que cuestionar, a lo menos, la idea de cesión que se está levantando y, seguido de ello, preguntarse por la noción de fusión cultural que pone en juego?
¿Apropiarse o arrebatar la tierra, de la forma que sea, puede ser sinónimo de ceder la tierra?
¿Tal fusión, esa que se plantea como resultado, señala un punto de reunión equivalente, uno que permita decir, por ejemplo, que este país es bilingüe o ha introducido una distinta idea de propiedad en su modelo económico?
Segundo, porque apelar a (la consideración de) esa parte del pueblo mapuche que habría transitado a lo que denomina chilenidad, o “ese enorme porcentaje que le dijo que sí a la ciudad, al mestizaje, al castellano, al cristianismo, y que lleva dentro los genes habilitantes para utilizar palabras de concordia, no supone estar entendiendo, precisamente, las asimetrías ni imposiciones de tal proceso. Y, todavía más, que de lo que se está hablando es de asimilación o, peor, de su normalización como una cosa dada, natural.
¿O hubo ahí, acaso, alguna dinámica de consulta, algo a lo que se pudiera responder positivamente, sin coacción?
¿La hubo en el tiempo?, la está habiendo ahora?
¿Hablar de genes habilitantes lo es? ¿Decir que son palabras de concordia lo transforman en ello?
¿Así lo fue con la llamada pacificación de la Araucanía?
¿Podría serlo sugerir, tal como dijo en su momento el nuevo intendente, que las tropas chilenas que regresan de Haití sean destinadas a la región?
Y, tercero, porque aunque haya un espíritu de aproximación, uno que apunte a la sincera búsqueda de soluciones, no es justo - de hecho, parece profundamente violentador - situarlo en el esfuerzo de unos y no de los otros: “articular a todos los mapuches que por sangre y buena voluntad podrían acortar distancias, acercando posiciones que parecen irreconciliables. Y después, lo mismo con los mapuches emprendedores, y con los deportistas, y con los pastores, y con los líderes sociales”.
¿No tendría que ser un poquito más equivalente tal esfuerzo?
¿No considerar las muchas voces y posiciones que la situación tiene no resulta un tanto ofensivo?
¿Desligarlo de la contingencia, y a ésta de la complejidad de su historia, no lo es en sí mismo?
¿Se trata solo de un tema policíaco?
¿Sugerir que detrás suyo se esconde la voz de otros, la logística y los recursos de otros, no es infantilizar y otra manera de desconocer esa actoría que se echa de menos?
El crimen de Camilo Catrillanca exige más. Su reiteración, como ha dicho su misma madre, en las personas de Alex Lemun, Fabián Mendoza, Matías Catrileo, Rafael Nahuel o Luis Marileo, lo señala como una herida abierta que sigue matando y excede, con mucho, las geografías administrativas de los países que se han instalado encima del territorio, o la macro zona como se la ha llamado por estos días.
Todos hijos de ella y de la tierra que los vuelve a la vida, como bella y esperanzadoramente ha escrito, su enunciación requiere de un mayor involucramiento, compromiso y comprensión.
No hacerlo es volver a dispararles, nuevamente por la espalda y a la cabeza; y otra vez sin memoria, pero esta vez no únicamente por la destrucción del artilugio técnico que ha de registrarlo en cámaras y procedimiento, sino del alma… la de todos.
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