No resulta tan extraño el fallo de la tercera sala de la Corte Suprema que otorga la libertad condicional a cinco ex agentes del Estado condenados por crímenes de lesa humanidad. Quienes, pese a su argumentación, fallan en contra de normas del Derecho Internacional, que lo que busca es generar mínimas garantías de la no repetición de crímenes como la desaparición forzada de personas, las ejecuciones sumarias y las torturas. Delitos inamnistiables e imprescriptibles y cuyo principio básico que guía la aplicación de las penas es que éstas sean proporcionales a la gravedad de los hechos.
Quienes cometieron estos crímenes lo hicieron al amparo y protegidos por el Estado, han sido procesados muchos años después de cometidos los delitos, en muchos casos se ha aplicado la medida prescripción y las condenas han sido bajísimas. Por eso que otorgar beneficios carcelarios es una burla a la justicia, utilizando garantías destinadas a delitos comunes que no pueden aplicarse a crímenes de lesa humanidad.
Esta resolución de la Corte Suprema, no es más que la ratificación de la Suprema indignidad con que los jueces en la historia reciente de nuestro Chile han abordado el resguardo de los derechos fundamentales.
Iniciado el régimen del terror y en el momento que se vivían las más brutales violaciones a los derechos humanos, se presenta, el 28 de septiembre de 1973, la Junta Militar ante el pleno de la Corte Suprema. Los supremos con una cobardía moral y jurídica que los caracterizará, no son capaces de elevar su voz en defensa de quienes en ese mismo momento, eran objeto de la muerte, la detención arbitraria y la tortura.
En 1974, fue el presidente de la Corte Suprema, Enrique Urrutia Manzano, quien le pone la banda presidencial al dictador. El poder judicial, se hace cómplice de la dictadura y de la violación de los derechos humanos.
Legitima la Junta en 1973, ofreciéndole un manto de juridicidad a los actos inconstitucionales y criminales del régimen.
Aplica irrestrictamente Ley de (auto)Amnistía, que restringe la persecución por crímenes cometidos entre el 1973 y 1978.
En su acto de mayor abandono de sus deberes jurisdiccionales, niega la aplicación del recurso de amparo, el Habeas Corpus, que es la solicitud que se hace a la Corte, de protección de una persona ante el riesgo de su vida, su integridad física y o su libertad.
Entre 1973 y 1983 rechaza más de 5.000 recursos de amparo, renunciando a su rol de cautelar, la vida, la libertad y la seguridad individual.
La Corte Suprema llegó a un acuerdo con el dictador, en que la información de los recursos de amparo serían centralizadas a través del ministerio del Interior, el que informaba carecer de antecedentes y con esa sola información, de quien era acusado de la violación del derecho, resolvía en contra del recurso de amparo.
Así, la Corte Suprema se convierte en aliada del dictador y cómplice de sus crímenes; amparando no a las víctimas, sino que a los victimarios. La DINA, hasta 1978, y luego la CNI.
Es la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación quien en su informe de 1991 página 97, refiriéndose a la acción del poder judicial en dictadura señala con claridad y precisión que “produjo un agravamiento del proceso de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, tanto en lo inmediato, al no brindar la protección de las personas detenidas en los casos denunciados, como porque otorgó a los agentes represivos una creciente certeza de impunidad por sus acciones delictuales, cualquiera que fueren las variantes de agresión empleadas”.
En septiembre de 2013, el presidente de La Corte Suprema Rubén Ballesteros, hace un reconocimiento de lo que llama las graves acciones y omisiones en que incurre este poder del Estado durante la dictadura de Augusto Pinochet, reconociendo que constituyó una dejación de sus funciones jurisdiccionales.
Tardío y poco sincero reconocimiento si, a poco andar, la Corte Suprema vuelve a traicionar con sus fallos, la defensa y el respeto de los derechos humanos.
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