Hay dos formas de apreciar lo que viene pasando en Chile en materia medioambiental: una, ver cada problemática como un caso aislado que ocurre por circunstancias particulares, y otra, asumir que el incremento de conflictividad medioambiental se viene generando porque hay un contexto económico, cultural y legal que facilita que ello ocurra.
En el primer caso está, por ejemplo, la grave problemática asociada a la sequía, que todavía es asumida por el Estado como una “emergencia” y no como un estado de escasez hídrica permanente, lo que hace que las medidas para enfrentarla sigan siendo puntuales, como el millonario gasto en arriendo de camiones aljibes y en “compra” de agua potable para distribuir en las comunidades afectadas, en lugar de desarrollar políticas permanentes, basadas en estudios e investigaciones, para enfrentar sus causas, muchas de ellas producidas por la actividad humana.
Para el segundo caso hay muchos ejemplos. La contaminación de lagos, ríos o el mar con aguas servidas, muestran como una actividad regulada como la de las empresas sanitarias, termina afectando el entorno y a las comunidades.
Lo mismo ocurre con las empresas forestales, las salmoneras y las termoeléctricas.
Pero ello sucede, no solo porque tales industrias sean mejores o peores vecinos, porque inviertan más o menos recursos en la ejecución de sus labores, sino porque hay un marco legal que, tras superar débiles exigencias ambientales, permite y naturaliza el impacto de sus actividades en los territorios donde se insertan.
Pese a esto, todavía algunos hablan del “costo” del progreso, como si las afectaciones al medio ambiente debieran ser una constante normal, que hay que aceptar sin decir nada, por que (según algunos) es la única forma de generar empleo y riqueza.
Es curioso, por decirlo suavemente, que para estos mismos personajes que cuestionan y niegan el cambio climático, conservar la maravillosa y única naturaleza que sin duda Chile tiene, no sea también una riqueza.
Al parecer, la riqueza solo es entendida por ellos como aquello por lo que se puede rebajar impuestos o que se puede transferir a algún paraíso fiscal.
Lamentablemente, este escenario es posible porque existe una Constitución que privilegia la “certeza jurídica” de los negocios por sobre, incluso, el recurrido derecho a la vida.
Es ese marco que tras casi 40 años un sector de la sociedad sigue sin querer cambiar.
Es el que permite, también, que el Estado opte por comprar derechos de agua que en el pasado entregó gratuitamente. O el que deba enfrentarse a las amenazas de sectores como el pesquero industrial que exige indemnizaciones cada vez que se habla de tocar “sus” cuotas de pesca.
Esto nos emplaza a enfrentar dos situaciones de fondo.
Una, que es una necesidad de sentido común, responsabilidad y madurez democrática, evaluar, debatir y concordar en la necesidad de cambiar el modelo productivo y económico chileno.
El modelo del crecimiento sin fin, con la esperanza de un “chorreo” incierto, no puede seguir siendo el único camino a seguir. El crecimiento indefinido tampoco.
De hecho, hoy no son pocos los países y especialistas que discuten sobre políticas de “decrecimiento”, no como antónimo de crecer, sino más bien en el sentido de no convertirlo en dogma religioso, planteándolo como la posibilidad sustentable de desarrollarse, entendiendo en este conjunto a la economía, pero también a las comunidades y al medio ambiente (no visto como meros recursos naturales a explotar).
Por cierto, una sostenibilidad entendida desde Gro Harlem Bruntland como “la satisfacción de las necesidades de la actual generación, sin sacrificar la capacidad de futuras generaciones de satisfacer las propias”.
Lo segundo nos obliga a todos. Porque, aunque es legítimo que existan diferentes visiones de sociedad y compitamos democráticamente para ofrecérselas al país cada cuatro años, también debe existir una disposición para alcanzar mínimos comunes que den continuidad a las políticas públicas, y no como sucede hasta ahora, donde el avance en derechos sociales como la gratuidad en la educación, hoy enfrenta un fuerte retroceso debido a la visión de una educación de mercado y del voucher, que se repite en otras áreas también. Pero ciertamente para lograr aquello se requiere algo más que voluntad política y discursos unitarios, Se necesita empezar por romper la camisa de fuerza de la dictadura que aún resiste desde varios puntos de la institucionalidad y que no permite alcanzar verdaderos consensos sociales y no meros acuerdos políticos.
En lo inmediato, requerimos con urgencia superar la mirada que considera nuestro medio ambiente solo como un recurso económico más.
Necesitamos cambiar el paradigma y asumir compromisos, sin miedos ni reservas.
Por eso, aunque hoy nos alegra haber aprobado la primera ley que protegerá a los humedales en Chile, seguramente, serán nuestros hijos y nietos quienes mejor lo entenderán y apreciarán.
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