La transición hacia las energías limpias ya es una realidad, tanto a nivel global como en nuestro país. Señal de lo anterior es que durante los últimos años Chile se ha posicionado como ejemplo mundial del desarrollo de energías renovables no convencionales (ERNC), siendo elegido como líder mundial de energías renovables en el informe "Climatescope 2018" de Bloomberg.
Hoy, Chile cuenta con más de 5.000 MW de ERNC en operación, representando cerca de un 20% de la generación eléctrica del país, y con alrededor de 1.000 MW más en construcción.
De mantenerse esta tendencia, al año 2030 las ERNC deberían ser casi el 50% de toda la generación eléctrica, superando con creces las proyecciones y metas planteadas por la Política Energética Nacional.
Este feliz escenario viene acompañado, además, de una fuerte tendencia mundial hacia la electromovilidad, de la cual Chile también es un referente.
Actualmente, Santiago es la ciudad con mayor cantidad de autobuses eléctricos fuera de China y existen potentes señales, tanto desde el gobierno como desde la industria (Codelco acaba de estrenar su primer bus eléctrico en El Teniente y Anglo American, en la planta Las Tórtolas) que presagian una mayor penetración de estas tecnologías.
Sin embargo, los aspectos positivos asociados a una mayor electrificación de nuestra matriz energética a partir de fuentes renovables, particularmente en relación a las emisiones locales y el Cambio Climático, no nos debe nublar la vista respecto a los riesgos y problemas que debemos abordar para asegurar que esta transición sea efectivamente sustentable.
De acuerdo a las proyecciones del Banco Mundial, al año 2050 la demanda por litio asociada a tecnologías limpias crecería en casi un 1000%.
Además, el cobre es uno de los minerales clave para la transición energética de acuerdo al organismo internacional, y para dar cumplimiento a la demanda mundial de los próximos 25 años, tendríamos que extraer la misma cantidad de cobre que se extrajo durante los últimos 5.000 años en el planeta.
Situación que implica, necesariamente, un aumento en la presión sobre las reservas nacionales de minerales y, con ello, sobre los recursos hídricos, ecosistemas y comunidades aledañas a éstas.
Las oportunidades que nos plantea la transición energética también implican desafíos cada vez más complejos y apremiantes, en relación a cómo gestionamos el territorio y los impactos de la minería metálica y no metálica.
En este sentido, la experiencia comparada y las buenas prácticas que hemos observado por parte de la industria durante los últimos años, refuerzan la relevancia de incorporar una mirada estratégica y de largo plazo en el desarrollo de nuevos proyectos mineros.
Cada vez resulta más relevante contar con criterios de Evaluación Ambiental Estratégica en la planificación de los proyectos, con una mayor y más efectiva participación de las comunidades en etapas tempranas de los planes, asegurar el involucramiento del Estado y los servicios públicos como garantes de los procesos de participación y planificación conjunta, evaluar los impactos sobre los territorios ante los diferentes escenarios de Cambio Climático, y contribuir a un desarrollo de largo plazo de dichos territorios tomando en consideración los imperativos de mitigación y adaptación.
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