En 1992, el Convenio sobre la Diversidad Biológica de las Naciones Unidas definió el término biodiversidad como la "variedad de vida", una expresión que abarca no solo las especies que habitan nuestro planeta, sino también los ecosistemas en los que viven y la variabilidad genética dentro de cada especie. Es decir, la biodiversidad contempla tres niveles de organización: uno supraespecífico (los ecosistemas), uno subespecífico (la variabilidad genética intraespecífica) y, por supuesto, las propias especies.
Sin embargo, una simple búsqueda del término en Google Imágenes evidencia lo limitada que es la comprensión popular del concepto. La mayoría de los resultados muestran ballenas, elefantes, jirafas, uno que otro árbol grande y, con suerte, algún ave colorida. Esta visión parcial no solo es reduccionista, sino que puede resultar perjudicial para los esfuerzos de conservación.
Si nos guiamos por esta percepción, parecería que basta con implementar zoológicos y jardines botánicos, una especie de arca de Noé moderna, para preservar la biodiversidad. Esta mirada tampoco considera al ser humano como parte de la biodiversidad, y nos transforma en espectadores de algo de lo que en realidad somos un componente integral.
Durante la pandemia de Covid-19, vimos de forma concreta la importancia de la variabilidad genética dentro de una misma especie. Mientras que algunas personas apenas sintieron síntomas, otras lamentablemente fallecieron. Si todos fuéramos genéticamente idénticos -es decir, si no existiera biodiversidad a nivel genético-, es posible que nuestra especie no hubiera resistido. Es precisamente esta variabilidad la que permite lo que en ecología se denomina resiliencia, es decir, la capacidad de una población para adaptarse y resistir los cambios ambientales.
Conservar la biodiversidad no es solo proteger la belleza escénica de un bosque, ni asegurarse de que sobrevivan especies carismáticas como las ballenas o los tigres. Conservar la biodiversidad es asegurar, ni más ni menos, la continuidad de la vida en la Tierra. Y esto no es una idea romántica o utópica: por ejemplo, el oxígeno que respiramos es producido por organismos fotosintéticos como algas, plantas y cianobacterias. Estos capturan dióxido de carbono de la atmósfera y lo transforman en oxígeno y glucosa. Antes de que existieran estos organismos, la vida estaba confinada al océano; fue este proceso el que cambió la composición de la atmósfera y permitió la colonización terrestre. Si desaparecieran los organismos fotosintéticos, simplemente dejaríamos de tener oxígeno para respirar.
Los ciclos de nutrientes esenciales como el nitrógeno y el carbono -principales componentes de nuestro cuerpo- dependen completamente de la actividad de organismos naturales, como las bacterias del suelo y del agua. Sin ellos, la vida, tal como la conocemos, sería inviable.
En años recientes se ha profundizado el concepto de que cada ser vivo es, en realidad, un ecosistema en sí mismo: un holobionte. Dentro de cada uno de nosotros habita una comunidad compleja de bacterias y otros microorganismos que nos permiten digerir alimentos, defendernos de patógenos y reducir la incidencia de enfermedades autoinmunes. Este conjunto, conocido como microbiota, es una parte esencial de la biodiversidad. Sin él, nuestra salud -y probablemente nuestra existencia- se vería gravemente afectada.
Entonces, ¿de qué hablamos realmente cuando decimos "biodiversidad"? ¿Qué importancia le damos a su conservación? Es hora de que quienes trabajamos en ciencia asumamos la responsabilidad de comunicar este concepto de manera clara y profunda. Necesitamos compartir un conocimiento más completo y riguroso sobre lo que realmente implica la biodiversidad, y educar sobre su valor esencial: ni más ni menos que sustentar toda la vida sobre nuestro planeta.
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