Como sea que se explique la reciente tragedia en la Región de Valparaíso, lo cierto es que lo que se está haciendo en materia de incendios forestales no está funcionando y el incremento de las muertes en las últimas dos temporadas no puede ni debe normalizarse.
Para entender qué no estamos haciendo en materia de incendios forestales primero debemos analizar qué cosas sí estamos haciendo. En simple, prepararnos cada año para combatir un fuego que se piensa inevitable. El combate es el corazón de la estrategia de todos los gobiernos hasta ahora. Identificar el fuego lo antes posible, lograr el menor tiempo de respuesta, incrementar el equipamiento de extinción. Marginalmente se actúa en prevención, pero no una prevención del fuego, éste -ya lo dijimos- se asume inevitable. Es una prevención de la propagación, preparando a las comunidades para incendios que nadie sabe cómo o quien los origina. Hoy el combate constituye 90% del esfuerzo cuando debería ser probablemente un tercio. ¿Dónde están los otros dos tercios? ¿Qué es lo que no se está haciendo?
No es ninguna sorpresa, una parte de lo que no se está haciendo es planificación territorial efectiva. Pero lo cierto es que esto no ocurrirá, no habrá hoy y tampoco mañana planificación territorial en los cerros de Valparaíso. Se construirá donde mismo, a la espera del siguiente incendio y la siguiente tragedia. Descartemos desde ya esa línea de actuación, ya que excede las capacidades y la convicción de nuestras autoridades. Sólo podemos esperar en los próximos años más desorden territorial y no menos.
¿Por qué? Básicamente es una medida extremadamente compleja, que excede los cuatro años de un gobierno, luego no es rentable políticamente. Significa desalojos masivos, protestas de pobladores, vigilancia permanente para evitar nuevas instalaciones irregulares, que inevitablemente ocurrirán. Toda nuestra experiencia en los últimos cinco o seis años nos ha enseñado que la población está más dispuesta al incumplimiento de las normas que a su cumplimiento. El estado de Derecho ha retrocedido. Además, comunicacionalmente es difícil de explicar y fácilmente aprovechable por una oposición que no tiende a cuadrarse con políticas de largo plazo. Si hace 10 años la planificación territorial constituía un esfuerzo titánico, hoy es derechamente imposible. Por eso las autoridades concentran todo su arsenal de medidas de combate. Más equipos aéreos y más brigadas. Comunicacionalmente simple, redituable políticamente, ceremonias cada año en el aeródromo de Rodelillo, muchos discursos y fotos de las autoridades con el Supertanker.
¿Qué debemos hacer entonces, que no estamos haciendo? Básicamente evitar el fuego. Cortar el proceso desde el comienzo. Ese es el tercio más importante. Cifras más, cifras menos, tenemos cerca de 6.000 incendios por temporada y cerca de 2.000 de ellos son intencionales. Por supuesto, la distribución territorial de la intencionalidad es desigual y alcanza cerca del 80% en algunas áreas de la Macrozona Sur. Ocho de cada 10 incendios son intencionales en algunas comunas de La Araucanía. Todo parece indicar que los de Valparaíso también lo fueron.
Lo anterior permite afirmar con certeza que el fuego no es inevitable y que el cambio climático, al que muchos se apresuran a atribuirle la principal causa de esta nueva realidad, no puede ser entendido como un dios caprichoso que genera fuegos espontáneos que debemos correr a extinguir, resignados a su ocurrencia, sin detenernos a pensar que pueden ser evitados más que extinguidos. En cualquier fenómeno que termina cobrando la vida de más de un centenar de personas el origen importa, pero en Chile desarrollamos estrategias como si no importara. El costo del uso irresponsable o delictual del fuego en nuestro país es prácticamente cero y las medidas para anticipar el fuego intencional casi inexistentes (las querellas no cuentan).
Lo que definitivamente no estamos haciendo es tratar a los incendios forestales como un problema de seguridad nacional. Complementar la estrategia del combate con la anticipación de la ocurrencia, tanto negligente como intencional. ¿Cómo? Limitando el uso del fuego en temporada alta de incendios, con patrullajes y estados de excepción preventivos. Convencerse de que el fuego puede evitarse y trabajar para evitarlo, no desde la sensibilización, ya que el incendiario es refractario a ello, sino a través de una estrategia de prevención del delito. Es una estrategia casi tan compleja como la planificación territorial. Requiere convicción y asumir costos. Involucrar a las Fuerzas Armadas, reconociendo que, aunque no son la panacea para todos los problemas sociales que afectan a nuestro país, tienen un rol clave que jugar en una estrategia territorial de anticipación del fuego terrorista o delictual. Por ejemplo, la interfaz urbano-forestal considerada como infraestructura crítica.
También exige que las autoridades abandonen la campaña comunicacional de que los árboles son culpables por quemarse y que las medidas a aplicar son eliminar dichos árboles, como es a lo que apunta el proyecto de ley que el ministro de Agricultura, Esteban Valenzuela, defiende en el Congreso. Esta línea de argumentación, que el árbol exótico es culpable por quemarse, se sostiene en la campaña que hacen cada año muchos expertos de reputados centros de investigación, críticos de la actividad forestal, que atribuyen a la mezcla de árboles exóticos y cambio climático, la explicación total del fenómeno. Cuando se les pregunta por la alta intencionalidad en el origen de los incendios, estos científicos bajan la voz, carraspean, miran para el lado incómodos y cambian de tema, o esbozan comentarios breves, que sí, que por supuesto se debe investigar la intencionalidad, pero... volvamos a los árboles que se queman, a las especies pirófitas. Ellos no están para análisis delictuales, que aquello lo vea la justicia, ellos están para culpar a los árboles exóticos, ya que los nativos no se queman.
El descubrimiento realizado por cientos de miembros de la comunidad científica de las redes sociales, de que el bosque nativo chileno no se quema y que debe reemplazar a las plantaciones, permite imaginar aplicaciones comerciales de insospechados alcances para nuestro país. Podíamos exportar nuestras especies nativas a todo el mundo para terminar con los incendios. Compartir nuestra bendita vegetación ignífuga con países afectados por mega siniestros como Canadá, Portugal, Australia, Grecia o Estados Unidos. Basta que comiencen a reforestar con robles, coihues, peumos, pataguas, canelos y lengas para que vean desaparecer el flagelo de los incendios. Tal vez podríamos pedir asistencia al Ministerio de Relaciones Exteriores y desarrollar una línea de cooperación internacional. El potencial sería enorme. Puestos a delirar, deliremos. Puestos a opinar sin fundamento, opinemos. No hay pudor.
Nada es fácil respecto del fenómeno de los incendios forestales. Enfrentamos una opinión pública desinformada y que cree cualquier cosa, alimentada por una parte de la comunidad científica vociferante y con una agenda particularmente hostil a la actividad forestal, autoridades que optan por las medidas más directas, pero menos efectivas y rehúyen las soluciones complejas, sumado a una sociedad que ve en el incumplimiento de las normas una forma legítima de protesta social, y un grupo creciente de individuos con intención de causar daño, de agredir sin medir consecuencias. A todo eso sumemos el terrorismo en la macrozona sur y una autoridad que insiste en soluciones políticas a fenómenos delictuales. El horizonte no es esperanzador.
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