Al ver las noticias sobre los diversos acontecimientos que sacuden a nuestro país no pude evitar preguntarme ¿cómo hemos llegado a esto? Desde el caso de Karol Cariola y la publicación de sus chats con la exalcaldesa de Santiago, hasta el llamado a declarar del Presidente Gabriel Boric por el caso de la casa de Allende, pasando por la senadora Allende, quien firma un contrato con el Estado y continúa en sus funciones, el asesinato a tiros de un matrimonio en Graneros -donde una de las víctimas logró realizar una llamada a Carabineros antes de fallecer, y cuya impactante grabación se viralizó en redes sociales-, múltiples robos, encerronas y portonazos, entre otros hechos, la sensación de descontrol es abrumadora.
Tras reflexionar, he llegado a la conclusión de que la clase política, los partidos e, incluso, la sociedad en general, por diversos motivos, se han desconectado de la realidad y de la gravedad de lo que ocurre en Chile. El Gobierno lleva más de dos años y medio con un estado de excepción en La Araucanía y en el norte del país. Estos estados, como su nombre lo indica, son medidas excepcionales diseñadas para ser aplicadas en períodos cortos y para solucionar problemas específicos. Sin embargo, su uso prolongado y permanente no solo afecta la democracia, sino que también vulnera los derechos humanos de los habitantes de estas regiones y de las personas honestas.
Pero, ¿por qué no se solucionan problemas como el terrorismo, la delincuencia, la migración ilegal, la corrupción, entre otros? Parece que nadie con poder de decisión en el país está dispuesto a tomar medidas contundentes. Algunos, como en el gobierno anterior, actúan por temor; otros, como en el actual, por convicciones ideológicas. En una comisión del Senado, una autoridad de este Gobierno declaró que no ingresaban a Temucuicui porque habría enfrentamientos. Esta afirmación, que mezcla temor y convicciones, es preocupante. Si se aplicaran la Constitución, las leyes y la fuerza del Estado de manera correcta, este tipo de violencia podría ser controlada en menos de un mes, con los actores violentistas detenidos y encarcelados.
Sin embargo, nada de esto se está haciendo. Por parte del Gobierno, no hay acciones concretas; por parte de la oposición, las críticas son tibias y escasas. Las autoridades no están cumpliendo con su mandato de hacer cumplir la Constitución, las leyes, mantener el orden público y resguardar las fronteras del país. Esta situación no es nueva, pero hoy está completamente desbordada y sin control.
Y ni hablar de la economía del país. La deuda ha alcanzado niveles irresponsables y extremos, nunca antes vistos. Afortunadamente, el Banco Central, con su política visionaria de resguardar la impresión de billetes, ha logrado contener, hasta ahora, las presiones irracionales que buscan desatar una inflación aún más descontrolada.
En este contexto, es evidente que las autoridades electas y los funcionarios públicos deben cumplir con lo que la ley les exige. De no hacerlo, deberían enfrentar sanciones ejemplares por abandonar el juramento que realizaron de respetar la Constitución. Sin embargo, esto no está ocurriendo, y todos lo sabemos.
Por ello, se me ocurrió presentar un proyecto de reforma constitucional que sancione de manera ejemplar a las autoridades que no cumplan con su deber de hacer cumplir las normas que rigen nuestro país. Estas autoridades no pueden estar sujetas al temor de unos ni a las convicciones de otros. Simplemente, deben hacer cumplir la Constitución y las leyes sin vacilaciones.
En resumen, es urgente que las autoridades asuman su responsabilidad y actúen con firmeza para restablecer el orden y la confianza en las instituciones. De lo contrario, la desconexión entre la clase política y la realidad seguirá profundizando la crisis que hoy vivimos.
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