Chile entre el fundamentalismo y la tolerancia

Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, el fundamentalismo se define como la exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o practica establecida. El totalitarismo, por su parte, se define como aquel régimen político que ejerce fuerte intervención en todos los órdenes de la vida nacional, concentrando la totalidad de los poderes estatales en manos de un grupo o partido que no permite la actuación de otros.

En este contexto, podemos inferir que hace rato que la sociedad chilena viene enfrentando los embates de algunos partidos políticos de marcado carácter confesional que buscan transformar nuestro país en una nación fundamentalista y totalitaria, promoviendo sólo cambios dentro de la continuidad, pero buscando consolidar un modelo en la cual la diferencia real, simplemente no exista, o sea ilegal.

De hecho, mientras nuestra sociedad trata de avanzar en dirección a la tolerancia, como principio básico para una sana convivencia y una democracia plena, asumiendo realidades incuestionables que hace décadas eran negadas de manera ciega y sorda, la UDI y los sectores más conservadores de la DC y de RN intentan imponer sus visiones, a una parte cada vez mayor de chilenos que no adscriben a sus valores y formas de ver y entender la realidad, mediante leyes hechas a la medida de estas minorías fundamentalistas que cada día se alejan más y más del espíritu de la mayoría de nuestra ciudadanía, siempre apoyados por un sistema político que no permite que se expresen de manera adecuada en el parlamento, las mayorías y minorías verdaderamente existentes.

Ello demuestra, por una parte, la incapacidad de estos grupos para convencer, incluso a sus propios miembros y seguidores, de observar las normas y conductas que dicen promover y al mismo tiempo, su intención de utilizar al Estado para imponer mediante las leyes aquellos valores que la sociedad en su conjunto comienza a abandonar de forma mayoritaria, negándose a aceptar que quienes no comparten sus principios y valores, puedan vivir según sus propias prácticas y doctrinas.

Pretenden así que el Estado intervenga, consolidándose como un instrumento de dominación cultural y política e intentan delegar en el mismo, el triunfo, por secretaría, de una batalla que, en el campo de la moral y en absoluto silencio, asumen como perdida.

Resulta importante, aunque parezca obvio, recordar que, tal como la ley de divorcio no obliga a los católicos a divorciarse, ni la existencia y distribución de la pastilla del día después obliga a las católicas a ingerirla, una ley de matrimonio que no discrimine personas por su opción sexual, no obligaría a los católicos del mismo sexo a casarse entre ellos.

De la misma manera, legislar y regular el aborto y la eutanasia, tampoco obligaría, a quienes no aceptan dichas prácticas, a llevarlas a cabo.

En este contexto, resulta fundamental recordar que el ideal de las leyes, en los regímenes democráticos, es que se constituyan en instrumentos capaces de resolver problemas sociales y conflictos entre privados, y entre estos y el Estado, representando el sentir y las creencias de la mayoría de la nación, pero siempre con respeto a las creencias y tradiciones de las minorías, que deben poder vivir según sus preceptos, mientras no pongan en peligro la vida, la libertad y el bienestar de los demás.

De esta manera, insistir en aprobar leyes discriminatorias que impiden el libre desenvolvimiento pacífico de las distintas expresiones culturales y formas de vida que coexisten en nuestra sociedad, sólo retardara la construcción de una verdadera democracia, laica, tolerante y plural y mantendrá proscritas y continuará demonizando y estigmatizando determinadas condiciones, prácticas, doctrinas y creencias absolutamente legítimas y cada vez más presentes en los debates y en la vida de importantes sectores de nuestra sociedad.

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