Confesiones de militante

El movimiento social de octubre, para llamarlo poéticamente, ha puesto en entredicho la condición de las y los militantes de los partidos políticos. De izquierda a derecha, de príncipe a paje, todos han caído en la categoría de seres cuya propia existencia produce un formidable desprecio. Sea, seguramente, un efecto subalterno: la quintaesencia de todos los males está concentrada en los dirigentes y mandatarios de los partidos. 

Como consecuencia, los militantes “de base” son ubicados en la misma categoría. Sean puros y sinceros, e incluso si han sido críticos de sus respectivos dirigentes. Ninguno se salva. 

Con el debate constitucional, esto ha salido a relucir con mayor fuerza. Nadie - o casi nadie - quiere que los “políticos” redacten la nueva Constitución, y si, por necesidad u obligación, se les otorga el derecho de participar, ojalá fuera en la menor proporción. 

La categoría de “los independientes” es el nuevo fetiche, como si alguna vez hubiesen existido. Clasificación formal para quien no milita en un partido político. A mí, al menos, me merece la mayor de las sospechas: primero por su vocación democrática, pues la “autonomía” es enemiga de las deliberaciones colectivas, y segundo porque tal “independencia” se asocia a una suerte de “a-politicidad”, también inexistente en los seres humanos. 

Siguiendo a Marcuse, “todo acto humano es un acto político”, y si la sociedad se “politizó” (en buena hora), entonces habría que juzgar a los “independientes” de una forma más calibrada. No digo que sean demonios, pero tampoco pienso que sean santos. Digo que no son independientes.

De lo qué hay, una buena parte viene de partidos políticos, y hay otra buena parte de oportunistas aprovechando el envión de la crisis. 

Además de impopular, pudiera ser como regar en el mar. Lo sé. Aún así, reivindico el rol del militante. Constituye un mínimo acto de justicia por el que asiste religiosamente a las reuniones de su comunal, y al que hoy los “cabildos” no le parecen una novedad ni cosa ajena. Aquel que rayó un cartel, colgó una paloma y que se plantó, elección tras elección en una mesa electoral para defender lo que le parecía justo. 

Me refiero sobre todo a los militantes de los partidos de izquierda, comprometidos con el cambio social. Pero las cosas son más difíciles cuando los propios “basureados” se desmerecen así mismos, para adquirir cierto beneplácito mínimo de la calle. Pobres incautos que no fueron avisados que el tsunami arrasó con todo, antes de que sonara la alarma. 

En esta fase crepuscular, parafraseando a Gramsci, donde lo viejo no termina de morir, y lo nuevo no termina de nacer, las y los militantes han cumplido lo que creyeron era su deber: fueron a marchar, pusieron las sedes partidarias en ayuda de los manifestantes, se coordinaron políticamente en las regiones y comunas con las Mesas de Unidad Social, aislaron - cuando pudieron - a los pequeños grupos de violentistas y colaboraron con las organizaciones sociales.

Bichos raros que, cuando no quede nadie en la calle, seguirán marchando para el 11 de septiembre o el 8 de marzo.  

Aunque pudiera quedar predicando solo en el medio del desierto, yo prefiero seguir llamando al pan pan, y al vino vino, por su propio nombre. 

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