"El soberano es un criminal en potencia", ha sostenido Giorgio Agamben en sus estudios sobre el estado de excepción. Si revisamos la experiencia histórica, el aparato del Estado puede llegar a ser una bestia leviatánica que descarriada, pervertida y sin control se transforme en instrumento terrorista. Cabe por ello extremar todos los cuidados que impidan que esa potencialidad peligrosa se concretice en actos genocidas o delictuales.
A 50 años de distancia de 1973, cabría esperar que todas las miradas políticas, sociales, culturales y económicas del país concordaran en este diagnóstico y se orientaran a un claro y contundente "Nunca más", que no tenga otro carácter o intención que prevenir e impedir que ese riesgo potencial se desate nuevamente.
Lamentablemente eso no es así. En estos días, por medio de declaraciones y acciones performáticas los dirigentes políticos de la derecha chilena, con muy pocas excepciones, nos están manifestando que lo volverían a hacer. Sus palabras nos devuelven a momentos previos a los informes Rettig y Valech (I y II) que ya parecían consolidados como el piso desde el cual establecer un diálogo cívico en el país.
Contumaces y reincidentes, no tienen escrúpulo a la hora de afirmar que siguen avalando conductas golpistas y poco les falta para que instiguen abiertamente a cometer los mismos crímenes de lesa humanidad que vivimos entre 1973 y 1990. Lo que dicen es que están dispuestos a apoyar la perpetración de hechos punibles por los que actualmente se siguen procesando y condenando a militares en retiro, pero que contaron con la colaboración necesaria de cómplices civiles, activos y pasivos, sin los cuales no se hubieran llevado a cabo esos delitos. Esa es la tenacidad y dureza en la que se mantienen, lo que concurre como agravante de la responsabilidad política que se les imputa.
El negacionismo de estos actores no es solo un recurso retórico que busca acaparar atención. Es ante todo un instrumento de chantaje en la actual coyuntura política. Ser contumaces y reincidentes es una manera de amenazar e inhibir las iniciativas de quienes buscan proponer cambios que les incomodan. No es sólo un discurso cruel y degradante de las víctimas. También es una forma de naturalizar violaciones a los derechos humanos y atentados al sistema democrático que resultan inadmisibles. Más que un ataque a la memoria del pasado es un tipo de apoyo continuado a prácticas criminales que se continúan realizando, en tanto muchos de los involucrados en esos delitos se mantienen impunes. Chile no ha vivido un verdadero proceso de "despinochetización" por lo cual las condiciones de no repetición no se han consolidado en mínima forma.
Ante estas amenazas el Gobierno no debería amilanarse. Basta recordar que Bernardo Leighton, ejerciendo como ministro del Interior en 1967, no tuvo reparo en enviar a la Policía de Investigaciones a detener a la directiva del Partido Nacional cuando se constató que estaban involucrados en acciones sediciosas. Esta referencia es importante cuando se vuelven a ver las mismas prácticas desestabilizadoras que vimos en décadas pasadas y no vemos signos de enmienda de conducta que permitan verificar que ese sector no esté en disposición de reincidir. Es deber del Estado mantener controlado al "criminal en potencia" que acecha en su guarida.
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