De la democracia política a la democracia del capital

Ya parece una muletilla rancia la obvia reacción de la clase política para cada caso de abuso empresarial en contra de los consumidores: ¡necesitamos más Estado!

Asumo que tras esa aseveración, damos por hecho que el Estado es un buen administrador de recursos, muestra una limpia hoja de antecedentes de corrupción y su acción en la economía es neutra de externalidades negativas.

Lamentablemente, eso no es verdad.

Esta es la monserga: Si las cadenas de tiendas de farmacia se coluden… ¡Entonces necesitamos una farmacia estatal!

Si las AFPs cobran comisiones exageradas por sus servicios… ¡Entonces necesitamos una AFP estatal!

Si las bombas de bencina no bajan los precios del combustible cuando ENAP anuncia caídas… ¡Entonces necesitamos una bomba estatal!

Si los polleros se coluden… ¡Entonces hay que crear una Empresa Avícola Nacional!

Lo notable es que nadie alega contra los bancos con sus intereses de usura, teniendo en consideración que esto ocurre a pesar de la existencia del Banco de Estado.

Así también, qué decir de nuestras sendas superintendencias de valores y de bancos; escándalos como los de Inverlink y La Polar pasan por nuestras narices y nadie dice “ni pío”… ¡como diría un pollero coludido!

O sea, parece que la mera existencia de más Estado no es una medicina muy efectiva. Curioso. Será que una vez más los slogans son más pegajosos que los porfiados hechos y la evidencia técnica.

Sin embargo, de un análisis más cercano de estos evidentes casos de abuso a los consumidores, se desprende claramente que la clase política clama por “más Estado” sólo cuando los problemas se dan en el output, es decir, a nivel de los usuarios.

Sin embargo, nadie repara en que el problema está en la base, en el input, o sea, a nivel del capital. ¿Qué quiere decir?

Sociológicamente hablando, la “colusión” (por así decirlo) se da aguas arriba.

Se inicia desde el minuto en que los controladores y ejecutivos principales de las grandes empresas, grandes corporaciones financieras, del comercio y la industria, forman parte de una sección muy reducida del país, asisten a los mismos colegios, comulgan en las mismas parroquias, juegan en los mismos columpios de los mismos clubes de golf, se topan en los mismos eventos, vacacionan en los mismos balnearios y centros de esquí, y se vinculan familiarmente unos con otros en una apretada trenza social.

Luego, si uno analiza el corte de los grupos empresariales declarados a la Superintendencia de Valores y Seguros, y después lo cruza con las posiciones de capital accionario en el mercado de valores, verifica que el nivel de concentración del capital es altísimo y la tendencia –desde los años 90 en adelante- no declina.

De este modo, la verdadera colusión surge cuando el poder del capital y los recursos financieros están controlados fuertemente por unos pocos.

Por natural transitividad, la colusión social se torna comercial por pura economía de escala. La colusión al nivel de los consumidores no es más que el reflejo de la verdadera colusión que nace al nivel de los dueños y administradores del capital; se llama concentración de la riqueza, se llama hipercontrol del capital bursátil.

Entonces, es cierto que los efectos abusivos de la falta de competencia, incluyendo la colusión, deben ser combatidos reactivamente cuando los perjudicados son finalmente los consumidores, clientes y usuarios.

Y para esto se requiere una autoridad competente, con facultades, medios y valentía; pero si realmente se quiere atacar el asunto desde la raíz, hay que mirar qué pasa a nivel del capital.

Si la propiedad de los intereses de capital no se atomiza, no será verdad que los derechos del consumidor valen tanto como los del controlador, pues en la unión está la fuerza y la sinergia.

Con la lucha de los 80 y la paciente sabiduría de los 90, Chile transitó hacia la recuperación de la democracia. Pero ésta fue sólo política.

Una tarea está pendiente, y es la democracia del capital. Para un verdadero horizonte liberal, se requiere que la propiedad privada sea diseminada y profundizada.

Sin embargo, la solución, como ven, no es tener “más Estado”, ni más reglas o leyes, pues ya está comprobado que el Estado no es más que un Mentholatum contra el abuso a la clase media.

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