Los monos capuchinos no necesitan de la Contraloría

Las normas explícitas para comportarse con un mínimo de decencia parecen estar reemplazando al sentido común y al mínimo estándar de conciencia moral. Eso es lo que, al menos, podríamos inferir a partir del trabajo de la Contralora General y su equipo, que deben aclarar por sendos dictámenes que, por ejemplo, viajar a Brasil para asistir a un partido de futbol usando licencia médica no está bien.

Examinemos otros ejemplos. Imprimir tareas del colegio para nuestros hijos con recursos del trabajo; usar el auto de la empresa para ir a la playa con la familia; o justificar atrasos crónicos con certificados médicos de dudosa procedencia ¿son todos graves ejemplos? No tanto. ¿Y frecuentes? Sí, todo el tiempo. Y el problema no está solo en que estas prácticas ocurren, sino que muchas veces ni se consideran faltas. ¿Cuál podría ser la razón?

Desde la ética filosófica, Kant propuso un criterio implacable: actúe solo según una máxima que usted quiera que se convierta en ley universal. ¿Está bien divorciarse del cónyuge únicamente para que los hijos puedan obtener gratuidad universitaria, aprovechando una laguna legal? Imagínelo ahora como regla general. ¿Sigue pareciendo inofensivo? Pero la ética kantiana, con su tono solemne y algo rígido, suele chocar con la flexibilidad moral del día a día chileno, donde más de alguno de nosotros, parece operar con un principio más cercano al de Groucho Marx: "Estos son mis principios. Si no le gustan... tengo otros".

En Chile, donde muchas veces se mide al "probo" por su astucia para moverse entre vacíos legales, es urgente rescatar el valor del juicio ético autónomo. Así lo advierte el profesor de Harvard Michael Sandel en "Lo que el dinero no puede comprar", pues si todo se convierte en transacción, la lógica del mercado termina permeando esferas de la vida que antes estaban regidas por normas éticas, cívicas o sociales. Todos ellos, ámbitos de nuestra existencia donde no siempre, ni menos todo, estuvo explícitamente normado.

Frans de Waal -en "La edad de la empatía"- demuestra que los primates cooperan al castigar la injusticia y cuidarse mutuamente sin necesidad de leyes escritas. Los monos capuchinos rechazan recompensas si perciben que otro recibe más por el mismo trabajo. ¿Lo nota?, hasta los monos tienen una noción de justicia más preclara que la de algunos humanos cuando postulan a fondos públicos mientras declaran ingresos mínimos en paralelo.

Entonces, ¿por qué parece que el estándar ético de algunos es estrecho y claro, mientras el de otros parece una amplia y cómoda carretera sin límites de velocidad?

La neurociencia ofrece pistas incómodas. Estudios han demostrado que el juicio moral activa regiones cerebrales asociadas al control inhibitorio y la autorregulación. Estos datos inquietan, pues respaldan la idea de que el juicio moral no es un proceso abstracto o puramente racional, sino que se apoya en circuitos neurocognitivos integrados que procesan emoción, empatía y control cognitivo. Pero, -y aquí quizás radica una parte pivotal de esta discusión-, estas regiones cerebrales se moldean con la experiencia. Por ello, no basta con saber lo que está bien; hay que haberlo practicado. Et Verbum caro factum est diría el Evangelio. Sin embargo, en ausencia de una cultura que premie la probidad y el bien común, como parece estar ocurriendo en Chile, nuestro cerebro no "reacciona" ante la trampa menor. La tolera. O peor aún, la normaliza. Y si normalizamos la "microtrampa" nos costará esfuerzo cognitivo para discernir correctamente el bien del mal, tanto a nivel individual como colectivo.

Sin duda, no se trata de exigir un compendio normativo que regule cada gesto cotidiano ni de instaurar una vigilancia omnipresente que castigue lo imperceptible. Ese horizonte sería, además de inviable, profundamente deshumanizante, aunque a ratos tremendamente necesario.

Porque mientras más se multiplican los dictámenes para aclarar lo obvio, más evidente se vuelve nuestra incomodidad con la ética cuando no va acompañada de amenaza o formulario. No pedimos santos; bastaría con ciudadanos que no vivan como si la vida pública fuera un pasillo de autoservicio sin cámaras de vigilancia. Pero claro, tal vez eso ya es mucho pedir, incluso para los que se saben de memoria la Constitución.

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