Del orden portaliano al Chile que queremos

Tras el triunfo del NO en el plebiscito de 1988, los políticos, apoltronados (en ese momento no se sabía) en la Concertación, prometieron al pueblo, temida palabra, un “futuro esplendor”. Para comenzar, lo que a sangre y fuego se arrebató sería regresado.

Sucedió lo contrario, el orden político y económico desarrollado por la dictadura, matices más, matices menos, se mantuvo. Incluso se continuó arrebatando lo que el tirano no alcanzó. Pero, ¿qué se arrebató? Se arrebató lo poco y nada que los trabajadores habían conseguido, en duras batallas por sus derechos, desde que se instauró en Chile el orden portaliano durante la primera mitad del siglo XIX. En la segunda mitad del siglo XX Salvador Allende, de alguna manera, pretendió revertir ese orden, pero fue acribillado. Luego vino lo peor, cuyas consecuencias el país sigue sufriendo.

El orden portaliano logró su cúspide durante la república oligárquica a comienzos del siglo XX. De allí pasamos al populismo de Arturo Alessandri y luego vino el recorrido que todos conocemos hasta llegar al Chile de hoy, manteniendo, abierta, solapada o maquilladamente, el orden establecido por el ministro y mercachifle, Diego Portales Palazuelos.

Sobre esta base se funda lo que actualmente tenemos, en su formato neoliberal producto de la Constitución de 1980, como estructura de Estado, como república, como sociedad, tanto en lo político como en lo económico: corrupción, cohecho, colusión, usura, enriquecimiento de los políticos a costa del erario nacional, entrega de soberanía a través de los recursos naturales, desindustrialización, usurpación de derechos básicos (salud, educación, vivienda, trabajo, pensiones), más un largo etcétera.

¿Quiénes son los cabecillas de tal situación? Sin duda que las castas política y empresarial, que han mantenido la impronta de la república oligárquica, que no es otra que “confundir” el patrimonio del Estado con su propio patrimonio.

Es ese orden, mantenido por la fuerza de las armas (en manos de la casta militar), el que impide las reformas estructurales que se requieren para lograr cambios reales en beneficio del pueblo.

Es decir, cambios de fondo, no cambios como los impulsados por la Nueva Mayoría, que pueden resumirse en el adagio, “que todo cambie para que nada cambie”. Si queremos realizar cambios de fondo mediante una asamblea constituyente, que es la vía más democrática, deberíamos convocar antes a un plebiscito para definir el país que queremos. Es lo primero, lo elemental.

Sin ponernos de acuerdo en el Chile que queremos es imposible avanzar de manera positiva. Permaneceremos anclados en una discusión paralela. La nueva Constitución debe ser elaborada de acuerdo a ese país que tanto anhelamos, donde impere la justicia social efectiva y no exista discriminación de clase ni de ningún tipo.     

Entonces, ¿cuál es el Chile que queremos? Lo primero, sería convencernos de que esa discusión de fondo es la que los gobiernos, políticos y empresarios, han evitado y evitan dar. Para ellos todo está ajustado a derecho y reiteran majaderamente que “se debe dejar que las instituciones funcionen”.

Además, intentan respaldar sus dichos con cifras, estadísticas y estudios que nada tienen que ver con la realidad de la gente. ¿Alguien puede creer, por ejemplo, que el ingreso per cápita en Chile supera los 23 mil dólares?

De hecho existen investigaciones periodísticas que han dado cuenta, de forma fehaciente, que en Chile hay gente que pasa hambre mientras quienes deben velar para que eso no suceda se dan la vida del oso: senadores, diputados, alcaldes, concejales, ministros, asesores, operadores políticos, integrantes de directorios de empresas estatales, generales, almirantes, etc. Las estadísticas oficiales son entelequias, la desigualdad es concreta, los sinvergüenzas y abusadores también. Por lo tanto, el Chile que queremos es un país todo lo contrario al que tenemos. Queremos un país donde el servicio público sea realmente servicio público, un país industrializado donde no se lucre con las necesidades básicas.

Qué sentido tiene pertenecer a una Nación donde no existe un contrato social justo y legítimo. ¿Acaso es justo y legítimo, verbigracia, que nuestro dinero, ahorrado para cuando nos jubilemos, sea administrado por entidades privadas, manejadas por especuladores y usureros, que lucran con lo ajeno?

Queremos un Chile justo de verdad, no ficticio. Un Chile sin tarjetas de crédito, sino que con sueldos que alcancen para costear salud, comida, vivienda, educación, vestuario, transporte y vacaciones. Sí, vacaciones, las mismas vacaciones que disfrutan las castas política y empresarial, ni más ni menos ¿O es mucho pedir?

Y los partidos políticos, ¿qué pasa con ellos en el Chile que queremos? Los queremos al margen, no son necesarios en el Chile que queremos, no han pasado la “prueba de la blancura”, no han dado muestras de probidad. La Nación que anhelamos debe ser reformulada y democratizada entre todos, y no por quienes históricamente sólo nos arrojan las migas del pan.

Porque claro, nuestras instituciones funcionan, pero funcionan con la ley del embudo, sobre todo el Parlamento, que amamanta jinetes del infierno.  

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