El proceso constituyente que esperamos iniciar en Chile en los próximos meses deberá ser el momento propicio para poner en agenda el derecho al territorio. Para ir adelantado esta discusión, planteo a continuación algunas ideas que suelen estar poco presentes en el debate público y que ponen de relieve la importancia que tiene el ordenamiento constitucional en ampliar las oportunidades a todos quienes habitamos en Chile, independientemente del lugar en que lo hagamos.
Parto por señalar un hecho evidente, pero muchas veces postergado por las políticas públicas, el de la enorme desigualdad territorial existente y el impacto que tiene obre algunos colectivos, como son las mujeres y los jóvenes rurales o los pueblos indígenas.
En Chile, quienes habitan en zonas urbanas metropolitanas tiene acceso a un conjunto de bienes, servicios y oportunidades de las que carecen los sectores rurales, lo que se refleja en una mayor incidencia de la pobreza, un acceso más restringido a la salud, la educación y el empleo, peores condiciones de conectividad física y digital, entre muchas otras brechas socioeconómicas y culturales. Las zonas urbanas, por cierto, también enfrentan un conjunto de problemas característicos, derivados de la sobrepoblación y la desigualdad social, como son la violencia, el hacinamiento, la contaminación acústica y del aire o la mala calidad de vida resultante de largos tiempos de desplazamiento, entre otros factores.
Por eso es que cuando pensamos el derecho al territorio debemos comenzar por hacerlo desde una perspectiva no exclusivamente urbana, ni rural, sino que integrando ambas dimensiones. Ello es consistente, además, con la experiencia cotidiana de una buena parte de habitantes del país, que vive en ciudades de tamaño medio o en los sectores rurales aledaños, altamente interconectados unos con otros.
El derecho al territorio es derecho al bienestar y la calidad de vida. En Chile estamos muy mal acostumbrados a pensar el territorio desde los procedimientos políticos, administrativos que definen el avance, lento y errático del proceso de descentralización.
Escuchamos, en consecuencia, que la nueva constitución será una oportunidad para convertir a Chile en un estado verdaderamente descentralizado. Ello es, sin duda, cierto y necesario. Un país con la diversidad física, social y productiva como el nuestro requiere dotar de muchas más atribuciones a los territorios para definir y gestionar sus propias estrategias de desarrollo.
Pero se requiere, también, entender un conjunto de temas claves que serán objeto de discusión en los próximos meses, como temas eminentemente territoriales.
Me refiero, entre otros asuntos, al derecho a la propiedad del agua, la tierra y otros recursos naturales; la preservación ambiental y la consecuente regulación de la actividad económica. Entregar a la ciudadanía elementos para la defensa y protección del territorio, así como para un desarrollo armónico y pertinente con las prioridades que definen quienes en el habitan, debiera ser un objetivo central de nuestra nueva constitución.
Para ello se requiere más descentralización, sí. Pero se requiere también repensar las actividades sociales, culturales y sobre todo económicas, como actividades territorialmente situadas, con un enorme potencial de generar oportunidades para todos los habitantes de un territorio, que podemos y debemos aprovechar.
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