El pinochetismo civil contra la causa mapuche

En mayo de 1983, las protestas sociales echaron abajo el receso político impuesto por la dictadura, a través del uso brutal de la fuerza, desde el golpe de Estado de septiembre de 1973. El Cardenal Silva Henríquez denominó ese tiempo, duro y doloroso, como “la paz de los cementerios”.

Al oírse después de tantos años, las cacerolas protestando contra la cesantía y los abusos, y en las calles las demandas de Pan, Trabajo, Justicia y Libertad que resumían el anhelo nacional reprimido, el impacto fue decisivo, las fuerzas sociales ampliamente mayoritarias abrieron nuevas perspectivas a la lucha por terminar la opresión y recuperar la libertad y la democracia.

Hasta entonces la implantación fraudulenta de la Constitución de 1980, el uso y control de la fuerza militar, la opresión cultural y la represión de la clase trabajadora, el soplonaje a gran escala y un ilimitado endeudamiento en el exterior daban un dominio absoluto al dictador, en la superficie no se advertían hechos o circunstancias que pusieran en riesgo el mercantilismo de Pinochet, que llegó a decir que no se movía “una hoja” sin que él lo supiera.

El campesinado y los pueblos indígenas, en particular, el pueblo mapuche fueron objeto de una acción premeditada de la dictadura azuzada por la oligarquía terrateniente para arrebatar sus tierras y eliminar su identidad cultural, asimilándolos al modelo oligárquico de un inquilino sometido, sin tierra y sin identidad, pillo con los pobres, pero sumiso ante los poderosos.

Así, la brutalidad del grupo de generales, ignorantes y arribistas, que controlaban el poder total se puso al servicio de la revancha de los terratenientes, la reversión de la reforma agraria y el restablecimiento del latifundio. El pueblo mapuche vio crecer la exclusión y el avasallamiento. Hubo ejecuciones, torturas y familias arrojadas a los caminos. Desde helicópteros del Ejército fueron lanzados campesinos y lonkos en una ira represiva que mezclaba la ideología de corte fascista refractaria al cambio social con la supremacía racista del usurpador de tierras que no le pertenecían.

Bajo la dictadura campesinos e indígenas fueron perseguidos y sus derechos conculcados para implantar los consorcios forestales y la agroindustria.

El régimen trató de eliminar a las comunidades mapuche y a la economía familiar campesina imponiendo una industria de ilimitadas plantaciones que abastecieran los mega consorcios de celulosa y en ese medio hostil aparecieron pobres y pequeñas propiedades pauperizadas, de ese modo, el pueblo mapuche sufrió un intento de aniquilamiento en su propia identidad para arrebatarle a las comunidades sus tierras y su cultura.

Fue el apogeo de Pinochet. Asimismo, el deceso - sin que se supiera que fue un crimen de Estado - del ex Presidente Frei Montalva y el asesinato del líder sindical Tucapel Jiménez fueron factores de más desazón en los demócratas reprimidos y silenciados.

Muchos opositores caían en el desaliento y la inactividad y se resignaban, algunos creían que la dictadura neoliberal había logrado perpetuarse.

El dictador afiebrado con la obsecuencia de su entorno civil, ofendiendo la historia patria, se otorgó la investidura del libertador Bernardo O’Higgins, auto designándose “Capitán General”, pero en el sistema económico bullía la especulación financiera que en poco tiempo remecería el orden establecido.

Un primer síntoma, en 1982, la quiebra de consorcios endeudados sin límites generó un duro impacto en el conjunto del sistema. Algo estaba mal, partía una crisis económica y social sin precedentes. La codicia cegó a quienes concentraban la autoridad estatal y el control de los grupos económicos endeudando bancos y empresas de papel con el aval del Estado, traspasándoles cuantiosos recursos que eran engullidos por los grupos económicos favorecidos, cuyas deudas eran todavía mayores que los cuantiosos préstamos recibidos.

El sistema levantado velozmente cayó con aun mayor velocidad. En rigor, Chile sufrió una colosal estafa de los inescrupulosos niños símbolos del pinochetismo.

El resultado se conoce: no sólo quebraron los aventureros e irresponsables sino que Chile cayó en una crisis profunda, económica y social, que estremeció hasta sus cimientos el país. El desempleo y el hambre, la frustración y la rabia abarcaron a la mayoría de la población.

El costo de la farra lo costearon durante décadas la clase trabajadora y la clase media. Fue un terremoto que llegó a comprometer en sus pilares la estabilidad nacional.

Pinochet se tambaleó y se comportó como un animal herido cuando constató el colapso de su “castillo de naipes”, actuó en forma brutal reprimiendo el masivo descontento social, con la ayuda de Jarpa, Guzmán y otros, engatusó, maniobró, mató y engañó, pero no cayó, aunque no pudo evitar que se repusiera la actividad política y social.

Los partidos políticos lograron ganar un espacio de hecho en su brega de reorganización y resistencia y consiguieron reponer, todavía prohibidos, una capacidad de organización y de acción que fue fundamental para ganar el Plebiscito del 5 de octubre de 1988.

En ese contexto, el pinochetismo civil fue esencial para impedir durante la crisis, el restablecimiento de la democracia.

Salieron a justificar la represión de la protesta popular y a intentar perpetuar la opresión en la cultura y las artes, a través de la censura y la negación del pluralismo y la diversidad.

La columna vertebral de esta acción liberticida fue el partido de la derecha chilena que se conoce como la UDI. En el país se quería democracia, pero este grupo sectario y refractario a una salida democrática puso todo su fuerza y capacidad al servicio de la permanencia de Pinochet aún cuando el país asumió en sus diversas expresiones culturales, sociales y políticas que no se podía seguir viviendo en dictadura.

La UDI se aferró a la dictadura de Pinochet para mantener su propia dominación por medio de ese instrumento opresivo, al que tanto debían y del cual se nutrían, dijeron que también salían del receso político siendo que eran el único sector que podía actuar como pilar político de la dictadura. Querían perpetuar el régimen, con el proyecto de un país sumiso, incluso domesticado, sin diversidad, bajo el control de la tecnocracia neoliberal y el autoritarismo castrense.

Desde la imposición de la Constitución de 1980, ese núcleo de poder se propuso hacer de Chile una Plataforma de negocios, un reducto en que todo se puede comprar y vender, de acuerdo a la voluntad de los más ricos, en rigor, los más fuertes o más aptos para ese tipo de sociedad.

No es una nación en el sentido histórico y humanista de la palabra, es un terreno para el intercambio de mercancías. En esa lógica, lo que es negocio sirve lo que les obstruye se reprime o anula.

De modo que no es casual que la reciente Cuenta Pública de Piñera no contuviera un capítulo sobre la dimensión cultural del esfuerzo gubernamental. En la ideología imperante la cultura como la educación es un artículo de consumo que se encuentra y transa en el mercado. El que tiene dinero compra el producto que le interesa, el que no lo tiene se jode o se aguanta.

Por eso, su mirada del país no ha integrado el reconocimiento del pueblo mapuche ni de las etnias originarias que a lo largo del conjunto del territorio nacional forman parte de Chile.

Las prácticas racistas ocurridas en la Araucanía se conectan con ese país uniforme y sin diversidad que subyace en la visión neoliberal de la élite dominante, hondamente clasista y sectaria en su comprensión de la nación chilena. Para el matonaje neoliberal lo que no se compra o vende se reprime.

Fluye de su posición y de su conducta la supuesta pureza y supremacía racial de la oligarquía terrateniente que usó la violencia armada, incluyendo el genocidio, para ocupar franjas de territorio que no le pertenecían y usurpar tierras y ejercer la explotación del latifundio aplastando derechos ancestrales de los pueblos indígenas y del campesinado.

Su único y absoluto ideólogo Jaime Guzmán proclamó la cruzada de esa bien financiada secta de operadores políticos, la defensa de “la obra” del régimen dictatorial y su “líder”, Pinochet.

Con ese objeto la UDI copó cargos y responsabilidades en la administración pinochetista, en los ministerios, servicios públicos y municipios, dándose a la tarea de minimizar el Estado y lucrar a través de las privatizaciones del patrimonio nacional. Fueron enconados enemigos del Estado salvo para recibir abundantes ingresos por sus “esenciales funciones”.

Con la crisis de 1983 perdieron posiciones, pero las recuperaron prometiendo al dictador la victoria en el Plebiscito del 5 de octubre. Hay que precisar que no estaban a cargo del criminal aniquilamiento selectivo de los opositores de izquierda que correspondía a la CNI, como la “operación Albania”, pero sí de la coerción masiva a la población desde los municipios, fomentando el miedo y coaccionando las organizaciones sociales, delatando a muchos dirigentes que fueron perseguidos por las “dialogantes” autoridades del pinochetismo.

La coordinación general de contención represiva de la demanda democrática correspondía al ministerio del Interior, cupo preferido del andamiaje represivo, ejercido largos años por el dirigente de la UDI, Sergio Fernández, que junto a alcaldes como Pérez, Melero y otros, fueron en definitiva un siniestro brazo operativo al servicio de la perpetuación del régimen. Pero, aún con todo el poder que concentraron, igual fracasaron. Después de una lucha épica, el pueblo de Chile logró la instauración de un gobierno democrático en marzo de 1990.

Desplazada la autocracia militar, estos ultraderechistas enfrentaron rudamente, en defensa de Pinochet, a las fuerzas democráticas que bregaban por poner término a los enclaves autoritarios; también lo hicieron con actores individuales que les incomodaban, entre otros, con el financista y senador Sebastián Piñera, ahora en una burla a la mayoría del país, el mismo grupo, el pinochetismo civil, vuelve al control del gobierno por decisión del propio Sebastián Piñera.

París bien vale una misa, dijo un rey para excusarse por dejar su condición de protestante y justificar su conversión al catolicismo. En efecto, para algunos el poder justifica cualquier cosa.

El brote de violencia xenófoba y racista en Curacautin habla de un neopinochetismo extremista y belicoso. Lo confirma el ataque al municipio de Tirua, la declaración de la llamada multigremial al señalar, “...nos declaramos en libertad de acción para tomar otro tipo de acciones...” y el chantaje en La Moneda al mismo ministro del Interior que instigó el surgimiento de esta oleada de confrontación civil, estos hechos son una amenaza explícita de usar la violencia en contra de las comunidades mapuche y de sus representantes.

Ante las amenazas la alerta ciudadana debe evitar que se imponga la violencia en los territorios, se induzca la polarización de la población, la instalación del soplonaje y el enfrentamiento entre civiles para anular las movilizaciones de las comunidades. Detrás de las expresiones racistas late amenazante el fascismo de la oligarquía agraria.

Por eso, la unidad de los demócratas chilenos es fundamental y debe impedir que la marca autoritaria del pinochetismo civil vuelva a poner su funesto designio en la realidad en las comunas, barrios y poblaciones de nuestra patria.

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