El poder que no vemos

Norberto Bobbio sostenía hace más de 30 años que una de las falsas promesas de la democracia real era la supuesta eliminación del “poder invisible”. Al respecto, me atrevo simplemente a destacar dos ideas que, a mi juicio, podrían ayudar a entender de mejor forma algunos de los vicios de nuestro actual (y real) sistema.

En primer lugar, el filósofo relacionaba ese poder impalpable con las mafias, los servicios secretos descontrolados y con algunos otros grupos fuera de la institucionalidad pública. No se refería a las oligarquías, sino más bien a la convivencia de un Estado visible con otro invisible. En otras palabras, a la existencia de un “doble Estado”.

Si bien en Chile no tenemos las mafias sicilianas de los tiempos de Bobbio, aunque algunos legítimamente puedan ponerlo en duda, vale la pena reflexionar sobre si efectivamente contamos con grupos de poder que, con un accionar oculto, terminan por pervertir elementos esenciales de la democracia.

Aquellos grupos que “funan” seminarios, aquellos que articulan esfuerzos para impedir el diálogo y hasta quienes utilizan el terror y la violencia para conseguir cambios que afectan a todos, ¿no actúan acaso desde la lógica de ese poder invisible?

El segundo problema se relacionaría con la invisibilidad dentro de la propia institucionalidad. Esto es especialmente nefasto, pues el sentido de la democracia, más allá de las normas procesales para que los ciudadanos participen de las decisiones públicas, estaría intrínsecamente ligado a la publicidad.

En palabras sencillas, la democracia debiese exigir que las decisiones fueran tomadas en la plaza pública, a la luz del día y con total transparencia. Esta idea, bastante ateniense, por lo demás, deja de ser un mero romanticismo cuando comenzamos a percibir que las autoridades operan efectivamente en el secreto y en el oscurantismo.

Aquellos que deciden proyectos mineros entre cuatro paredes, aquellos que, con cierto descaro,  suben y bajan candidatos de las listas parlamentarias en las sedes centrales de sus partidos, aquellos que destinan fondos públicos a asesores e informes truchos ¿no actúan acaso desde la lógica de ese poder institucional invisible?

Desde hace casi 30 años que volvimos a la democracia y lo peor que podemos hacer es continuar teniendo una mirada naive respecto a las lógicas del poder invisible. Si bien la democracia “ideal” debió haber acabado con la problemática, ya podemos tener la seguridad de que la democracia “real” no lo hizo. El simple hecho de aceptar eso puede ser un importante avance. 

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