"Los amores cobardes no llegan a amores, ni a historias, se quedan allí", escribió Silvio Rodríguez. El actual tono de la disputa en el contexto de la primaria del oficialismo es la evidencia amarga sobre cierto tipo de relaciones políticas: aquellas que se buscan, se sostienen, pero no son honestas, sinceras y no perduran, más allá de un acuerdo por interés momentáneo y contingente a un objetivo de corto plazo.
Esto se evidencia en la tónica de un gobierno mal amalgamado, con desencuentros notorios desde que el día siguiente que Elizalde ofreciera el apoyo incondicional a Boric, tras conocer los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en 2021.
Las izquierdas tienen raíces comunes, adversarios compartidos y, en teoría, objetivos políticos similares: construir una sociedad más justa, reducir las desigualdades sociales y económicos, orientada al progreso humano basadas en derechos, progresista en lo valórico, reivindicadoras del rol social del Estado, protectoras del medioambiente y reasignadoras de la riqueza vía impuestos. Pero sus formas, sus ritmos y sus lenguajes no siempre coinciden. Así en este primer affaire de gobierno, las izquierdas no han hecho un compromiso de lealtad y entrega del verdadero amor (político). Más bien, lo hacen a la sombra del recelo, la desconfianza, la búsqueda del saldo de deudas y el cálculo pequeño de la próxima elección.
La llegada del gobierno de Boric trajo consigo la promesa de una articulación inédita: por primera vez desde el retorno a la democracia, sectores de la izquierda joven, nacida y crecida en la tranquilidad de la democracia recuperada y contestataria al sistema neoliberal -el Frente Amplio y el Partido Comunista- intentaban gobernar junto a herederos de la Concertación -el Partido Socialista, el PPD y otros actores del Socialismo Democrático-. Era una oportunidad histórica: combinar la energía transformadora de la izquierda de las consignas con la experiencia política acumulada de la generación anterior.
Pero pronto quedó claro que la relación estaba marcada por la fragilidad. Las diferencias programáticas, los estilos maximalistas de liderazgo, las prioridades estratégicas y, sobre todo, el miedo al costo político de ceder demasiado al otro, comenzaron a pesar más que la voluntad de construir un proyecto común. Cada bloque miraba al otro con suspicacia: unos por considerar al socialismo democrático como demasiado moderado, funcional al modelo neoliberal poco comprometido con la reforma constitucional; otros por ver en la izquierda radical una inexperiencia peligrosa, con episodios de corrupción, apoyo a la violencia y de desgobierno, principalmente, al farrearse la posibilidad de construir una nueva constitución moderna y facilitadora de los desafíos del resto del siglo.
Ese vínculo, tan lleno de potencial, parece haber caído en lo que Silvio llamaría un "amor cobarde": una relación que pudo haber sido profunda, pero se quedó en la superficie. No por falta de objetivos comunes, sino por falta de solidaridad y visión política comprometida. Porque eso es, al final, la cobardía en política: el temor a perder poder, a manchar la pureza ideológica, a pagar el precio de construir mayorías. Es preferir la comodidad de la trinchera propia antes que aventurarse en el terreno difícil del compromiso estratégico.
Las izquierdas, si quieren gobernar y transformar, deben aprender a amar con valentía. Eso implica asumir que ninguna corriente tiene el monopolio de la verdad, y que la unidad no es una renuncia, sino una forma más alta de compromiso. Significa aceptar que el poder, si no se comparte, se dispersa; y que las reformas estructurales no nacen de la pureza, sino del acuerdo.
Los amores cobardes no escriben historia. Y las izquierdas no puede permitirse seguir escribiendo capítulos inconclusos, menos en este año.
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