El triunfo de Kast: ¿Fin de un ciclo político?

El triunfo electoral del ultraconservador José Antonio Kast, por una abrumadora mayoría de 58% en la segunda vuelta presidencial el pasado 14 de diciembre, no fue nada sorprendente y ha marcado una nueva y dolorosa derrota para el mundo de la izquierda y del mal llamado "progresismo". Desde el retorno a la democracia, es la primera vez que triunfa un candidato presidencial de ultraderecha declaradamente pinochetista, apoyado no sólo por las derechas, sino también por exconcertacionistas provenientes de partidos de centro.

Tal ha sido la euforia de este neopinochetismo, que uno de sus más fieles representantes, el senador electo y exalcalde Rodolfo Carter, se atrevió a sostener que esta victoria marca el "cierre de una época", y que "así como el plebiscito de 1988 fue un "antes" y un "después" respecto del quiebre democrático, hoy día se cierra definitivamente la transición post-plebiscito del Sí y el No, hace ya casi 40 años.

Una aseveración como ésta representa el más garrafal error de concepto, ya que la gran mayoría de los especialistas entienden que la "transición" se refiere a aquel período de democracia incompleta posdictadura (1990-2005), que tuvo como eje fundamental eliminar o derogar aquellas incrustaciones autoritarias de la Constitución de 1980 con miras a alcanzar una democracia plena.

Desde esta perspectiva, la transición comenzó en 1990 con el mandato de Patricio Aylwin y culminó con la reforma constitucional de 2005 del presidente Ricardo Lagos, y aprobada por amplia mayoría en el Congreso. Esta reforma eliminó la institución de los senadores designados, subordinó a las Fuerzas Armadas al poder civil, redujo del período presidencial a cuatro años sin reelección inmediata, modificó la composición y las atribuciones del Tribunal Constitucional, reestructuró los Estados de excepción constitucional, entre otras transformaciones que nivelaron las reglas del juego democrático.

Ahora bien, si el triunfo de Kast de ningún modo cierra una transición ya finalizada, ¿representa el fin de un ciclo político? En su columna de la edición chilena del diario español El País, el sociólogo y politólogo Alfredo Joignant sostiene que la victoria de Kast cerraría un ciclo de seis años de historia, que se inició con el "estallido social" de octubre de 2019, "en el que participaron millones de chilenos protestando de modo pacífico", y cuya "degradación en violencia nihilista fue tan traumática que [...] las izquierdas están pagando hasta el día de hoy muy cara su ambigüedad ante lo que fue un verdadero embrujo".

Como respuesta de solución, el proceso de cambio de Constitución acordado por la clase política en noviembre de 2019, según Joignant, fue correcto y "refleja lo mejor de la política chilena en una coyuntura de crisis". Pero su "fatídico desenlace" en el plebiscito constitucional de 2022 y el fracaso del segundo proceso en 2023 habrían consolidado la figura de José Antonio Kast. Situación que se agravaría con el surgimiento de un candidato genuinamente populista como Franco Parisi, quien obtuvo casi el 20% en la primera vuelta presidencial, y sobre todo con una figura nueva de la extrema derecha o libertaria, Johanness Kaiser, que obtuvo el 14%.

Sin embargo, Joignant parece olvidar que esta dialéctica de las masivas protestas sociales y el "voto castigo" abarca un período histórico de un alcance mucho más extenso, que no se inició con la crisis de octubre de 2019, pese a que ésta marcó su agudización, sino inmediatamente después de la transición y que se ha caracterizado por la tentación radical de las distintas fuerzas políticas y sociales.

Un primer aspecto estrictamente político de esta pos-transición ha sido la sustitución partidaria de todos los cuatrienios presidenciales. Cada uno de ellos ha sido sucedido por otro de signo diametralmente opuesto y con una competencia electoral cada vez más centrífuga, desplazando el carácter centrípeto de los años de la transición.

Los primeros cuatro gobiernos pos-Lagos (2006-2022) fueron alternados por dos personeros, la socialista democrática Michelle Bachelet y el centroderechista Sebastián Piñera. En tanto que el segundo mandato de este último fue sucedido por el exdirigente estudiantil y exdiputado Gabriel Boric, líder natural del Frente Amplio, una colectividad de izquierdas doctrinariamente más innovadora que el desgastado socialismo democrático, y que está próximo a ser sustituido por el empresario y exdiputado José Antonio Kast, fundador del ultraderechista Partido Republicano.

En suma, el llamado "voto castigo" ha sido la definición de los resultados electorales desde la derrota de la Concertación en 2010, produciéndose un paulatino desdibujamiento del "clivaje" del 5 de octubre de 1988, en la medida que la centrípeta competencia electoral que caracterizó a la transición ha sido desplazada por otra de carácter centrífugo.

Esta centrífuga competencia electoral se ha visto reflejada en un fragmentario sistema político, compuesto por 22 partidos, impulsado principalmente por la reforma electoral de 2015. Dicha reforma sustituyó el injusto sistema binominal de elección parlamentaria, heredado de la dictadura, por un ilimitado sistema proporcional, cuyo efecto de arrastre en las listas de candidatos de un mismo partido o bloque partidario, ha permitido que resulten electos unos parlamentarios que adjudican apenas el 1% del padrón electoral.

Esta fragmentación no sólo dificulta la configuración de mayorías parlamentarias para la deliberación de los proyectos de ley, sino también agudiza la dramática "crisis de representatividad" de la que se ha venido hablando en los últimos tres lustros.

Una segunda característica, ya no política sino socio-cultural, fue que durante los gobiernos de la Concertación emergió una nueva clase media, la que ha marcado un rotundo cambio de actitud de la propia sociedad chilena. Bajo el influjo de las nuevas tecnologías y una mayor participación en la denominada "sociedad de consumo", ha asumido su pluralidad de un modo mucho más radical y ha exigido el mejoramiento en sus condiciones de vida con una impaciencia incomparablemente mayor.

Desde 2006, con la aparición de una masiva protesta de estudiantes secundarios, los llamados "pingüinos", pero sobre todo a partir de 2011, emergió una oleada de nuevos actores sociales, provenientes de las federaciones de estudiantes universitarios y de las más diversas organizaciones sociales, que exigió no solamente reformas hacia una educación pública, gratuita y de calidad, sino también un sustancial mejoramiento en las condiciones de vida de las personas. Especialmente en materias de desarrollo y previsión social, protección del medio ambiente, reconocimiento de la dignidad de las mujeres y la pluralidad de género, y la autonomía de los pueblos originarios.

La lucha por el reconocimiento de la pluralidad y el respeto a las identidades multiculturales se hizo parte integrante de la tradicional reivindicación de la igualdad como valor universal: iguales para ser diferentes. Al punto de que la izquierda hizo abandono de su anhelo universalista en función de un autocomplaciente "wokismo" particularista.

Un tercer aspecto son los crecientes escándalos de corrupción en los distintos poderes y órganos del Estado. La profunda falla estructural en la relación dinero y política se ha mantenido incólume, debido a la autoindulgencia de la clase política civil durante más de 30 años de democracia y que hoy afecta a las más altas jerarquías del poder judicial. Esta negativa de los actores políticos a buscar formas inteligentes de delimitar la influencia del poder del dinero en la vida pública, ha hecho reconducir el malestar ciudadano desde la furia callejera al hastío en las urnas a través del "voto castigo".

Un último elemento, ya más reciente y que se agravó durante el "estallido social" y la emergencia sanitaria del Covid-19, lo caracterizan el desorden migratorio, la expansión del crimen organizado y el estancamiento económico, los que afectan a la emergente clase media, respectivamente, en sus oportunidades laborales, la seguridad en sus barrios y sus posibilidades de movilidad social.

La falta de eficiencia por parte de las instituciones del Estado para contribuir a la superación de estos males ha sido el caldo de cultivo para la emergencia de líderes genuinamente populistas, pero también de demagogos extremistas (sean trumpistas o chavistas), que ofrecen soluciones simplistas a problemas complejos, y que a través del bombardeo mediático logran obtener popularidad frente a una desesperada ciudadanía a la que dicen representar.

En consecuencia, la situación del Chile de la pos-transición ha sido un largo período que comenzó hace ya dos décadas, y que a diferencia de los tímidos años de la transición, nos muestra, sin demostrarnos ni menos enseñarnos, que el conflicto no es una anomalía, sino un elemento constitutivo de la vida social.

De ahí que las más variadas corrientes de opinión yerren legítimamente en sus diagnósticos a la hora de identificar los problemas, y que las siempre momentáneas soluciones promovidas por los distintos gobiernos sean causantes de nuevos problemas para las sucesivas generaciones. Por ello, el triunfo electoral de José Antonio Kast, por más redentora que pretenda ser su promesa de "gobierno de emergencia", no podría jamás representar el fin de un ciclo político ni menos el cierre de una época.

Su aplastante victoria no es más que un episodio, uno más entre muchos, de un extenso e inacabado período histórico, caracterizado por la impaciencia y la frustración de una sociedad de consumo, que participa de manera entusiasta en su acelerado proceso de modernización social y cultural.

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