La mentira como régimen político: cuando la verdad deja de importar

Durante siglos, la mentira fue considerada una desviación: una falta moral, una astucia menor, un recurso excepcional al que se apelaba cuando la verdad resultaba inconveniente. Incluso en la política -ese territorio donde nunca se exigió pureza- la mentira conservaba algo de vergonzante. Debía ocultarse, justificarse, ser descubierta para provocar escándalo. Mentir implicaba todavía el reconocimiento implícito de que existía una verdad que se estaba traicionando.

Ese acuerdo elemental se ha erosionado hasta casi desaparecer. Hoy no asistimos simplemente a una degradación del discurso público, sino a un desplazamiento más profundo: la pérdida de relevancia de la verdad como referencia compartida. No es que se discutan versiones distintas de los hechos; es que los hechos han dejado de ser el terreno sobre el cual se organiza la disputa. La mentira ya no aparece como una anomalía del sistema político, sino como uno de sus mecanismos centrales de funcionamiento. No se miente para encubrir la realidad, sino para reemplazarla; no para engañar a un adversario puntual, sino para desorganizar el sentido común de sociedades enteras.

Este cambio no es solo tecnológico ni comunicacional, aunque la aceleración digital lo haya amplificado. Es un cambio político y cultural de gran calado. Las afirmaciones ya no se evalúan por su correspondencia con lo ocurrido, sino por su utilidad emocional, identitaria o estratégica. Importa que funcionen, no que describan. La contradicción no debilita; muchas veces fortalece. Decir hoy una cosa y mañana la contraria no se vive como problema, sino como prueba de autenticidad, como señal de que no se pertenece al mundo de las mediaciones, de los expertos, de los controles racionales.

En este escenario, la política se reconfigura. Deja de ser un espacio de deliberación para transformarse en una arena de afirmación identitaria. No se habla para convencer al que piensa distinto -ese otro ya no es un interlocutor posible-, sino para reforzar la cohesión de los propios. Las palabras dejan de describir la realidad y pasan a señalar pertenencia. Cada afirmación es un gesto tribal, no un compromiso con consecuencias verificables. El lenguaje pierde su función referencial y se vuelve performativo en un sentido estrecho: no dice lo que es, sino quiénes somos.

La mentira contemporánea no busca ser creída de manera estable, sino repetida sin descanso. Su objetivo no es instalar una versión coherente de la realidad, sino erosionar la posibilidad misma de distinguir entre lo verdadero y lo falso. Por eso la verificación resulta impotente. El desmentido llega siempre tarde y, paradójicamente, refuerza aquello que intenta corregir. Cada falsedad refutada deja una huella; cada aclaración reactiva la emoción original. La política de la mentira no fracasa cuando es desmentida: fracasa solo cuando deja de circular.

No estamos, por tanto, ante una crisis de información, sino ante una crisis de sentido. La proliferación de datos no ha fortalecido la razón pública; la ha debilitado. En un mundo donde todo puede ser dicho, mostrado y compartido al instante, lo decisivo ya no es la verdad de una afirmación, sino su potencia emocional. Allí donde la verdad exige tiempo, contexto y reflexión, la mentira ofrece inmediatez, simplicidad y alivio.

Sería un error explicar la eficacia de la mentira por la ingenuidad de los ciudadanos o por un súbito deterioro moral de las sociedades. Funciona porque responde a malestares reales, aunque los nombre de manera torcida; porque ofrece explicaciones simples a experiencias complejas; porque convierte frustraciones difusas en identidades claras y culpables identificables. Su poder no radica en la falsedad de sus contenidos, sino en su capacidad para dar sentido allí donde la política democrática ha dejado vacíos.

Durante décadas, amplios sectores políticos redujeron la política a gestión, procedimiento y acuerdo. El conflicto fue tratado como una patología; la emoción, como una amenaza; el relato, como una frivolidad. En nombre de la responsabilidad, se abandonó el lenguaje del futuro compartido, de la dignidad herida, del reconocimiento del daño. Allí donde la política dejó de nombrar los miedos, otros lo hicieron sin escrúpulos. Y lo hicieron mintiendo, pero mintiendo con eficacia.

La mentira sistemática no busca convencer al adversario, sino cohesionar a los propios. Su lógica no es argumentativa, sino identitaria. Divide el mundo en un "nosotros" virtuoso y un "ellos" corrupto, amenazante o decadente. En ese esquema, la verdad es irrelevante: lo único que importa es la lealtad al relato. Quien lo cuestiona no es un interlocutor, sino un traidor; no alguien que se equivoca, sino alguien que conspira. Así, la mentira no solo desfigura los hechos: reconfigura los vínculos sociales.

Las redes sociales no inventaron este fenómeno, pero lo llevaron a una escala inédita. Nunca antes las afirmaciones habían circulado con tal velocidad, persistencia y segmentación. El algoritmo no distingue entre verdad y falsedad: distingue entre lo que provoca reacción y lo que no. Y aquello que simplifica, exagera y dramatiza siempre provoca más reacción que lo que exige contexto, tiempo y reflexión. En ese entorno, la política deja de ser deliberación para convertirse en estimulación permanente.

Pero atribuir todo a la tecnología sería una coartada. Lo decisivo ha sido la decisión política de utilizar la mentira de manera profesional, deliberada y sistemática, sin expectativa alguna de rectificación. El desmentido ya no es un costo: es parte del ciclo de visibilidad. El resultado no es el caos, sino algo más inquietante: la disponibilidad para el autoritarismo.

Sociedades exhaustas por la incertidumbre comienzan a valorar no la verdad, sino la contundencia; no la complejidad, sino la certeza; no la deliberación, sino la decisión. Cuando la realidad deja de importar, desaparecen también las condiciones para la corrección colectiva. No hay aprendizaje, porque no hay reconocimiento de error. No hay rendición de cuentas, porque toda crítica puede ser descartada como ataque externo. El poder se emancipa de los hechos y, con ello, de sus límites.

Las advertencias están formuladas hace tiempo. Hannah Arendt advirtió que la mentira organizada no busca engañar, sino destruir el sentido de realidad. Yuval Noah Harari ha mostrado cómo los relatos organizan sociedades y cómo hoy pueden funcionar sin anclaje en lo real, fragmentando el espacio público en burbujas impermeables. Tony Judt alertó sobre la fatiga moral de las democracias: no mueren solo por el empuje de sus enemigos, sino por la renuncia de quienes dejaron de creer que valía la pena defenderlas con palabras claras y exigentes.

Lo verdaderamente inquietante de este mundo no es que se haya impuesto una versión única de la realidad, sino que ya no se espere ninguna. La sospecha se ha vuelto tan radical que incluso la idea de un suelo común parece ingenua o autoritaria. En ese vacío, la pertenencia reemplaza a la verdad como fuente de estabilidad. Pero esa estabilidad es frágil y costosa: exige obediencia emocional, silenciamiento del disenso interno y renuncia a la responsabilidad frente a las consecuencias.

Recuperar un mundo donde la verdad vuelva a importar no es un ejercicio nostálgico ni moralista. Es una tarea política de primer orden. Exige reconstruir un lenguaje capaz de nombrar el conflicto sin degradarlo, de reconocer el malestar sin explotarlo, de ofrecer horizonte sin falsearlo. Exige aceptar que sin una realidad compartida no hay libertad duradera, sino solo adhesión momentánea; no hay pluralismo, sino fragmentación; no hay democracia viva, sino procedimientos vaciados de sentido.

Cuando lo que ocurre deja de importar, cuando nada obliga a hacerse cargo de las consecuencias, lo que se pierde no es solo una forma de discusión pública. Se pierde la posibilidad misma de decidir en común, de corregir el rumbo, de asumir un destino colectivo. Y sin esa posibilidad, la política deja de ser un espacio de construcción compartida para convertirse en un simple mecanismo de pertenencia.

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