En los últimos meses, hemos sido testigos de cómo la política y los tribunales han cruzado caminos de manera cada vez más peligrosa. La justicia se ha convertido en un terreno de batalla donde cada bando busca sacar ventaja, y la presunción de inocencia ha sido la primera víctima de esta guerra. Todos, en mayor o menor medida, hemos contribuido a hacer leña del árbol caído, juzgando sin esperar pruebas, condenando sin un debido proceso.
Sin duda, hay casos donde la indignación es legítima y donde la evidencia resulta abrumadora. Pero lo que nadie ha hecho es lo más básico: Presumir la inocencia del otro. Porque en Chile, como decía un viejo sketch de la televisión, "no te pasa hasta que te pasa". Y a mí me pasó.
Mis propios correligionarios, aquellos con quienes compartí principios y peleas, han intentado liquidarme públicamente con una acusación gravísima. Una acusación que, de manera objetiva, es simple de desmontar. La sola pericia de voz confirmará que no hice yo ese llamado. Mi ubicación geográfica demostrará que ni siquiera estaba en el lugar desde donde se originó. Hay múltiples pruebas que me absolverán, pero el daño ya está hecho.
Antes de probar mi inocencia ¿qué queda? Para muchos ya fui condenado. Ya soy culpable de un delito que no cometí, un delito que, además, atentaría contra quienes han sido mis propios compañeros de ruta. ¿Por qué? Por sacar dividendos políticos.
¿Alguien ha pensado en lo que esto me ha costado? ¿A alguien le importa que me quedé sin trabajo por una acusación infundada? ¿Que mi familia vive en la incertidumbre y el dolor? ¿Que en unos años, cuando mi hijo pueda buscar mi nombre en Google, se encontrará con la infamia de que su padre dio un falso aviso de bomba?
Me niego a ceder en la búsqueda de la verdad. Pero más que eso, me niego a aceptar que en Chile la presunción de inocencia sea solo un principio vacío. Si dejamos que esta siga desapareciendo, nadie estará a salvo. Porque, al final del día, no te pasa... hasta que te pasa.
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