La ultraderecha y la banalidad del odio

Hannah Arendt, filósofa y teórica política alemana, en su libro "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal" plantea que las personas que administran, gestionan y ejecutan el Holocausto nazi lo llevan a cabo por un comportamiento que califica como la banalidad del mal: en rigor, las personas que, siguiendo la corriente de lo ya aceptado, sin un proceso de racionalización, es decir, sin usar la inteligencia, no se hacen cargo de sus actos sólo porque están dentro de un sistema que los ha normalizado.

Si ampliamos el planteamiento de Arendt, podríamos explicar también la banalidad del odio tan actual por el auge de la ultraderecha y su discurso político del odio, ya posicionado en Chile con el triunfo de José A. Kast en la primera vuelta presidencial.

En algunos individuos plenamente animales que, por instinto de sobrevivencia, matan para comer, se justifica porque tienen un sistema genético irreversible. La condición humana puede ser mucho más humana que la animal que todos llevamos dentro por la capacidad de la inteligencia que poseemos para crear sistemas socioculturales que minimizan lo sólo animal, como la Declaración de los Derechos Humanos, o la solidaridad y la cooperación entre humanos para solucionar sus conflictos. Todos estos grandes avances en la convivencia humana se han alcanzado usando la inteligencia y bajo el sistema democrático liberal que son, en definitiva, el comportamiento y el sistema que nos ha salvado, la mayoría de las veces, de no hundirnos en la desinteligencia de la banalidad del mal.

Subsiguientemente, el odio se impone sin cuestionarse, porque odiar es el más fácil de los sentimientos humanos ya que apenas requiere raciocinio, sino más bien sólo un impulso emocional espontáneo donde no interviene su cuestionamiento ni hacerse cargo de sus causas y consecuencias. Odiar cuesta mucho menos que amar o solidarizarse con la condición humana más vulnerable, que han sido, por milenios, las mujeres, la comunidad LGBTQI+, los pobres, los pueblos originarios y los extranjeros (pobres); todos estos grupos son blanco central del odio de la ultraderecha para no otorgar -o suprimir- sus derechos tan difícilmente conseguidos. Teniendo en cuenta que estos grupos sociales juntos representan casi el 70% de la ciudadanía, indica, meridianamente, que la ultraderecha tiene como meta política la destrucción del sistema democrático liberal, ya que la inclusión social progresiva de las comunidades postergadas es la matriz de este sistema.

Así, empaquetados en un discurso ultranacionalista excluyente, el odio múltiple que fomenta y distribuye la ultraderecha -con especial énfasis, y enorme eficacia y éxito, en las redes sociales infectadas de desinformación-fake news y conspiranoias-, contra los grupos antes mencionados es el más fácil, porque odiar lo es y, por ello, la más efectiva estrategia política para crear una identidad propia única totalitaria, basada en el odio y el miedo entre un nosotros, propietarios de la única verdad moral y orden social "correctos", versus los otros que, según el determinismo ultraderechista están moral y socialmente equivocados y son el chivo expiatorio del origen del caos que produce el miedo.

Con esta estrategia del odio fácil en la conversación política, llena de exabruptos ostentosos y fuera de lo que denominan, en forma peyorativa "políticamente correcto" y contra el stablishment -que, paradojas como esta, ninguna, propone la defensa y desarrollo de más inclusión y derechos sociales-, pinchan la fibra más elemental y primitiva del ser humano: el odio a los que (supuestamente) producen el caos, alentando el miedo para dividir y polarizar el país en dos únicas alternativas políticas extremas, presentando la suya como la solución al caos moral y social -que han alentado, alimentado y multiplicado con sus discursos del odio y el miedo al otro que no es como ellos- para imponer su orden autoritario.

De esta forma, la explicación de banalidad del mal de Arendt, ampliándola, es la banalidad del mal del odio. Por lo primaria y primitiva es la condición más animal del ser humano y, por eso, cuesta muy poco hacerla cotidiana y normalizada hasta que se termina odiando como se come o se bebe o se trabaja cada día: la banalidad del mal del odio no requiere muchos esfuerzos, sólo despertar los instintos humanos más animales para hacerla cotidianamente trivial. Los que torturan, con horario de oficina, hasta el asesinato en los sistemas totalitarios, pinochetistas, nazifascistas, estalinistas y, lamentablemente, un largo etc., regresan a su hogar, besan a sus hijos, cenan, ven televisión y duermen sin ningún tipo de problemas, porque la banalidad del mal del odio se ha instalado como la norma que se sigue sin cuestionarla: es la burocratización de la banalidad del mal del odio.

Hacer apología de esta banalidad declarando su admiración a Pinochet y a torturadores asesinos ya condenados por crímenes de lesa humanidad, como ha hecho el ultraderechista Kast, es la cristalización de la banalidad del mal del odio y, por lo tanto, la reacción condicionada desinteligente de la parte más animal de la condición humana.

El cerebro unidimensional de los ultraderechistas está tan sumergido en esta banalidad que se sienten irreversiblemente seguros de lo que son, al punto que la inteligencia humana, que es la condición determinante de nuestra especie homo sapiens y la que nos diferencia de sólo la animalidad haciéndonos únicos, queda en los ultraderechistas plenamente suprimida y anulada por la plena y estática internalización mental en la banalidad del mal del odio.

En consecuencia, las ideologías totalitarias ultras son, por la banalidad del mal del odio, mucho más animales que humanas.

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