Y "si la Ivy League estornuda, el Congreso se resfría", solía decirse con sorna y lucidez. Pero en la era Trump esos refranes ya no aplican: el Poder Ejecutivo no sólo dejó de escuchar a Harvard, ahora la castiga. La reciente decisión de congelar más de 2.200 millones de dólares en subvenciones federales no es una medida administrativa, es una advertencia. Bajo el disfraz moral de combatir el antisemitismo y frenar el avance de ideas progresistas en los campus, lo que se instala es una forma grotesca de censura estatal.
Se trata, en realidad, de una ofensiva política que erosiona sin pudor los principios constitucionales que debieran proteger la libertad académica. La paradoja es brutal: en nombre de defender la libertad, se impone el silenciamiento; en nombre de los derechos, se ejecuta la obediencia universitaria a un dogma oficialista.
La historia -esa implacable notaria de siglos- ofrece registros claros sobre los peligros de tales acciones. En la década de 1950, durante el macartismo, instituciones como la University of California vieron a profesores purgados por negarse a firmar juramentos de lealtad anticomunista. Más recientemente, el caso de la Central European University en Hungría -obligada a cerrar su sede en Budapest por presiones del régimen de Viktor Orban- demuestra cómo las políticas autoritarias pueden sofocar centros de pensamiento independiente, bajo la fachada de la legalidad administrativa. El gobierno de Trump parece inspirarse en ese infame manual: chantaje presupuestario, amenazas fiscales y auditorías arbitrarias, dirigidas a quebrar la autonomía de las universidades.
El desquicio cognitivo de la administración Trump es que transforma el disenso académico en una supuesta amenaza nacional, y ello, no golpea a la política de un campus en particular, sino al principio mismo de libertad académica.
En el subsuelo de toda esta presión política se encuentra un eje geopolítico que no puede soslayarse. La creciente influencia de grupos de presión pro-Israel en la política estadounidense, así como la sensibilidad exacerbada en torno al conflicto en Gaza, ha desembocado en una caza de brujas ideológica, donde apoyar a Palestina se asimila automáticamente con antisemitismo. Esta lógica binaria -de lo más mediocre- niega la complejidad del debate, alimenta la polarización y transforma el ámbito universitario en un campo de batalla donde la reflexión crítica se lleva a tribunales de justicia. Así, la resistencia de Harvard se transforma en épica pura, pues se niega a ser arrastrada a un conflicto cultural global, en el que ya no se disputan ideas, si no lealtades mal entendidas.
Si esta miope forma de hacer política se extiende a otras instituciones -como ya se insinúa con Yale, Columbia y Stanford-, el retroceso más allá de las paredes del campus de Cambridge, en innovación y producción científica podría ser de carácter irreversible, al menos, en un corto plazo.
Para cualquier académico chileno meridianamente atento a este tipo de barbaries, le resulta del todo razonable preguntar ¿qué ocurría si una medida contra la autonomía se produjera en alguna de nuestras universidades? Y la respuesta sigue al sentido común: las que desearan seguir, deben acatar (cediendo grados de autonomía), las que no, simplemente cerrar sus puertas. Harvard no sigue ese patrón y protesta debido en gran medida, a las espaldas financieras con las que cuenta.
Su dotación financiera (endowment), equivalente al PIB de varios países centroamericanos, le otorga una independencia que incluso otras universidades de la Ivy league envidian, especialmente por estos días. En otras palabras, Harvard resiste una agresión directa a su autonomía, simplemente porque puede hacerlo. Con todo, ¿qué duda cabe?, existen ocasiones como ésta, en que el poder le teme al conocimiento.
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