Pertenezco a la generación de adolescentes que incrédulos participaron en el Plebiscito de 1988, soy parte del grupo de estudiantes secundarios que pensábamos que votar en ese plebiscito podría legitimar la permanencia de Pinochet hasta 1997, soy uno de los que creció con la convicción de que se encaminaba un fraude, pero que si trabajábamos unidos podríamos torcer los designios del Capitán General. Me siento parte de quienes adscribieron a la consigna No, hasta vencer.
Los hechos oficiales son relativamente conocidos y consensuados, sin embargo, la justificación que permite entender por qué se ganó, es tan disímil como la motivación de quienes decidimos participar de la consulta. De cualquier modo, masivamente compartimos la idea de que el futuro gobierno civil era un paso adelante, en relación con la Dictadura.
Posteriormente, vivimos una transición negociada entre un sector de las fuerzas democráticas y la Dictadura, periodo en el que las transformaciones económicas, sociales y políticas fueron siempre menos de lo prometido y quienes habían estado en el poder dictatorial mantuvieron y, en algunos casos, ampliaron su dominio; desarmándose al mismo tiempo todo tejido social que pudiese oponerse al nuevo establishment.
Pasaron 24 años, cuatro gobiernos, y el año 2014 se conformó un gobierno transformador que progresa y se plantea reformas que, si bien no resuelven la desigualdad de fondo, por ejemplo, la propuesta de reforma del sistema de pensiones. En otras, materializa políticas públicas que modifican en su esencia injusticias sociales heredadas de la Dictadura que los gobiernos anteriores no corrigieron: aborto en tres causales, ley de inclusión educativa, matrimonio igualitario, ampliación de la gratuidad universitaria, son avances que representan un desarrollo traducido en mejores condiciones de vida, principalmente, para la clase media y los sectores más empobrecidos.
Hoy, si algún crédito le damos a las encuestas, vivimos un periodo de urgencia. Las máquinas contra reformistas se aceitan, los mercaderes de la política invierten recursos y tiempo para recuperar lo perdido y los intolerantes apuestan por multiplicar sus microbuses de odio y espanto.
Y nosotros, quienes no pertenecemos a la cultura de las violaciones a los derechos humanos, quienes no hemos amparado el saqueo de las empresas estatales, quienes no asumimos el valor de la competencia como eje formador, quienes condenamos la relación entre dinero y política - lo que nos hace diferentes al grupo de derecha que pretende conducir Chile el 2018 - tenemos la obligación de buscar alternativas unitarias que impidan otro gobierno conducido por el ex Presidente Piñera.
Las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias nos presentan una urgencia similar a la de 1988, quitándole todo el dramatismo que significaba tener a un dictador como gobernante, nos jugamos desandar lo andado, retroceder en las conquistas que se han concretado e instalar antiguas y nuevas restricciones de las libertades individuales.
Hoy, al igual que en 1988, se necesita una alta participación en las urnas, se requiere talento y vocación de unidad, humildad y consecuencia para posponer las legítimas aspiraciones individuales en pos del candidato o candidata que llegue en mejor posición en la primera vuelta, quien tendrá la difícil tarea de profundizar las reformas iniciadas por la Presidenta Bachelet.
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