Marxista: ¿Insulto o halago?

En los debates políticos contemporáneos, la palabra "marxista" suele ser arrojada como un insulto. Se usa para descalificar a quienes, supuestamente, encarnarían una amenaza a la democracia, a la propiedad privada o al orden establecido. Pero, ¿qué significa hoy ser marxista? ¿Y no será que este calificativo, cuando se dirige a ciertos liderazgos, como el de Jeannette Jara, puede ser visto más como un halago que como un agravio?

Para responder a estas preguntas, vale la pena volver sobre una distinción interna al propio marxismo: la de las corrientes frías y corrientes cálidas. Esta separación no proviene directamente de Marx, sino de la reflexión crítica sobre las formas que ha adoptado el marxismo a lo largo de su historia.

La corriente fría es la del marxismo que privilegia la estructura sobre la agencia, el cálculo estratégico sobre el afecto, las leyes impersonales de la economía sobre la experiencia concreta de las personas. Es el marxismo que se presenta como ciencia dura, que reduce la política a correlaciones de fuerza y que, en nombre de la historia o de la lucha de clases, puede justificar prácticas autoritarias y sacrificios humanos como "inevitables". Esta es la versión que muchos de sus críticos tienen en mente cuando usan la palabra "marxista" como sinónimo de dogmatismo o de frialdad burocrática.

Pero existe también una corriente cálida, menos conocida por quienes repiten el insulto sin reflexión. Es la vertiente humanista que recorre los textos del Marx joven, preocupado por la alienación, la dignidad y la emancipación integral del ser humano. Es el marxismo de Rosa Luxemburgo, de Gramsci, de la Escuela de Frankfurt; el que entiende que no basta con transformar las estructuras materiales si no se transforman también las relaciones sociales, los afectos, las culturas y las subjetividades.

Cuando algunos liderazgos contemporáneos son acusados de marxistas, habría que preguntar a qué marxismo se refieren. Hay figuras que encarnan la corriente fría: autoritarias, calculadoras, convencidas de que la historia avanza por necesidad objetiva. Pero también hay otras que se inspiran en la corriente cálida: construyen desde abajo, valoran la participación, apelan al respeto, la justicia y la dignidad, y no olvidan que la revolución no tiene sentido si no mejora la vida concreta de las personas.

En ese sentido, recibir el adjetivo de marxista puede ser, paradójicamente, un halago si se asocia con esta segunda tradición. Puede ser la señal de que, en un mundo marcado por la desigualdad y la exclusión, hay quienes no renuncian a la esperanza de un socialismo con alma, capaz de conjugar libertad e igualdad, estructura y afecto, razón y corazón.

La verdadera pregunta no es, entonces, si ser marxista es bueno o malo. Es qué marxismo queremos y necesitamos para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo: uno frío y deshumanizado o uno cálido y profundamente comprometido con la vida humana en toda su riqueza. En un contexto donde la desigualdad y la injusticia social siguen siendo problemas urgentes, la discusión sobre el marxismo no solo es relevante, sino necesaria. Quizás, en lugar de usar el término como un insulto, deberíamos reflexionar sobre cuál de estas corrientes puede ofrecer respuestas más humanas y justas a los problemas que enfrentamos hoy.

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