A propósito de este 5 de octubre, en que se conmemora el triunfo del NO, reflexiono sobre el hecho de que somos testigos y actores, de un proceso de transformación respecto de cómo se entiende la infancia y de cómo niños y niñas se instalan, viven y participan en el mundo.
Este proceso se inició a principios del siglo XX, momento hasta el cual eran concebidos como receptores pasivos de todo lo que el mundo adulto podía proporcionarle (cuidados, salud, educación, etc.), un ser humano en potencia, que no tiene valor en sí mismo, sino como “proyecto de adulto”.
No eran considerados en su singularidad y capacidad, sino más bien como objetos de cuidado de los adultos, descontextualizados y pasivos, desconociendo sus múltiples necesidades y derechos, sumiendo su identidad al requerimiento de los adultos.
La transformación que se va gestando, comienza a consolidarse con la ratificación de la Declaración de los Derechos del Niño en la que se enfatizan los deberes que los adultos tienen para con la niñez.
Este primer paso es seguido por la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CIDN), cuando niñas y niños, son reconocidos como sujetos con plenos derechos y como actores sociales competentes, que participan activa y nutritivamente en las comunidades de las que forman parte. Así, las visiones unidimensionales comienzan a ser relevadas por la noción de “sujetos con derechos”.
Este proceso impacta directamente en la educación. Poco a poco, niños y niñas amplían y enriquecen sus posibilidades de estar y actuar en el mundo, aportando activamente en las distintas comunidades de las que forman parte.
No sólo cambian ellos y su lugar en el mundo, sino también la sociedad en su conjunto que, no sin dificultades, contradicciones y excepciones, genera oportunidades, al sistema educativo, para que niños y niñas se desplieguen y apropien de sus espacios.
Que los más pequeños sean entendidos como ciudadanos implica reconocer demandas y prácticas nuevas, así como educadoras y educadores con capacidad de ayudarlos a expandir su comprensión en lugar de tratarlos, simplemente, como pasivos receptores de conocimientos, con el interés genuino de escucharlos, teniendo seriamente en cuenta sus ideas y propuestas.
Todo establecimiento de educación es una pequeña comunidad, en la que participan y deben sentirse parte fundamental, seguros y confiados de expresar sus ideas y de tomar decisiones, poniendo su singularidad al servicio de la comunidad.
Esto se construye en la cotidianidad y de múltiples formas, ofreciendo oportunidades en las que niños y niñas puedan expresar y participar activamente en la organización del espacio y los tiempos educativos, en la selección de los temas y actividades a desarrollar, en la solución de problemas, creando redes de apoyo y solidaridad y generando instancias donde puedan trabajar juntos en pos de un objetivo común.
Niños y niñas irán descubriendo el sentido y valor de la empatía, la cooperación, de la diversidad, de trabajar juntos en proyectos compartidos, de la necesidad de establecer normas comunes que les permitan relacionarse mejor y que cada miembro se sienta reconocido, valorado y respetado.
Ser ciudadano es reconocerse como parte de una comunidad en la cual se comparten sentidos, historia, rituales, fortaleciendo un sentimiento de identidad y seguridad personal, comprometiéndose con el bienestar común y el de cada uno de sus miembros, contribuyendo activamente en ello.
Compartir historia y sentidos, exige mirar el pasado, conocerlo y comprenderlo. Este ejercicio de memoria, en el contexto de la educación, implica que los equipos pedagógicos pongan a disposición de los niños y niñas el pasado, pues el gran valor de la Memoria radica en que genera prácticas en el presente, aportando a como cada niño y niña se constituye como sujeto.
Cada día y cada espacio es una valiosa oportunidad de construcción de ciudadanía.
Así podrán aportar y enriquecer los diversos espacios socioculturales y, a su vez, nutrirse de ellos y sus habitantes, transformándose en habitantes legítimos de los espacios públicos y de una ciudad que los reconoce, que los escucha y que es atenta y permeable a sus necesidades, ideas y proyectos.
El Instituto Nacional de Los Derechos Humanos (INDH), afirma que la inclusión de temas de educación en derechos humanos tiene una presencia importante en el currículum. Las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura militar han tenido una incorporación progresiva, pero aun tienen un tratamiento indirecto y poco prescriptivo a nivel de bases curriculares.
La educación sobre memoria y derechos humanos, y en particular sobre el pasado reciente de Chile, aporta a la construcción de identidad personal y de la identidad colectiva.
Posibilita también que cada niño o niña elabore significados, construya sentidos y defina como vivir su presente. También implica reconocer lo sucedido, relevando la injustificabilidad de las violaciones a los derechos humanos (INDH, 2015).
Además, aporta no sólo a comprender el presente desde el contacto con el pasado, sino que también genera una posibilidad de desnaturalizar el curso de la historia, abriendo espacios para la toma responsable de decisiones.
Es así que niños y niñas fortalecerán su ciudadanía, la empatía, la vida en democracia, y la cultura de la paz.
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