Para bien o para mal en las crisis decide el Presidente

Mucho se comenta en estos días acerca del rol que ha jugado la oposición en el contexto de la Pandemia. La conclusión más fácil a la que arriba la opinión pública es que no se ha hecho nada. Abundan los comentarios acerca de la inexistencia de un bloque opositor cohesionado que sea capaz de brindar respuestas frente a un gobierno que, al menos en las encuestas, hace rato ya que habría perdido el respaldo ciudadano.

Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de oposición? ¿De los millones de chilenos que votaron por Guillier o por Sánchez? Ellos son oposición 

¿De los millones que salieron a las calles desde el 18 de octubre a manifestarse pacífica o violentamente en contra del gobierno y a exigir la renuncia de Piñera? Ellos son, sin duda, oposición.

¿Del 80% que, en promedio, reprueba la gestión de Piñera y del Gobierno en las encuestas? Ahí también hay una expresión opositora.

Sin embargo el sentir reflejado en las redes sociales - que para bien o para mal se han convertido en el escenario de las batallas políticas del siglo 21 - es otro.

La oposición seríamos sólo un conjunto de representantes de los partidos tradicionales y emergentes, fundamentalmente parlamantarios y dirigentes, sin voluntad para canalizar las demandas ciudadanas de todos aquellos grupos que exigen un cambio en la forma de conducir el país.

Entendida así, la oposición, al igual que ocurre con el Congreso, se convierte en una institución devaluada, en parte por la acción propia, en la que ha faltado coordinación y propuestas colectivas, y en parte también como el resultado de una estrategia exitosa impulsada por los defensores del modelo imperante, que han promovido por distinas fórmulas la idea de que la actividad política es deleznable. Tal y como lo hizo Pinochet en el pasado.

Pero más allá de la caricatura y de la crítica radicalizada, hay que asumir que en una crisis sanitaria como la que estamos viviendo, el rol de la oposición queda reducido a cuestiones prácticamente simbólicas. Y eso no ocurre sólo en Chile, sino en la mayoría de los países que hoy viven esta singularidad.

Ni los demócratas en Estados Unidos ni los progresistas brasileños han podido contener, desde su rol opositor, la gestión de sus mandatarios.

Es que en un escenario como éste, el poder de decisión y de acción lo tiene, casi exclusivamente, el gobierno. No está en manos de los expertos sanitarios, ni de los analistas políticos asiduos a las tertulias televisivas o radiales, ni menos de los congresistas limitados en sus funciones por una constitución hecha a la medida del presidencialismo.

Entenderlo de otra manera significa desconocer como funciona nuestro sistema político, en el que el Congreso no tiene atribuciones para impulsar iniciativas que impliquen gastos y en que el Jefe de Estado no debe pedir permiso ni rendir cuentas, salvo una vez al año y de manera simbólica.

Así, en un contexto en el que apremia la necesidad de ofrecer soluciones, desde la contención del virus hasta la ayuda económica, la gestión absoluta queda en manos del Ejecutivo.

En ese contexto, hemos apoyado las iniciativas del gobierno aún cuando nos parecen insuficientes, entendiendo que negar el respaldo trae un costo mayor para la población.

Con todo, hemos planteado cuestiones de fondo que tienen que ver con la forma en que, post crisis, tendremos que asumir materias críticas como la salud y la previsión, que no pueden seguir siendo un negocio, y de ello hemos dado cuenta a través diversos proyectos de ley que, por cierto, el gobierno se ha encargado de contener y neutralizar.

Muchos de nuestros aportes sencillamente no han sido considerados. Ni el retiro de fondos de las AFP, ni la congelación de los planes de Isapres, ni el ingreso garantizado para trabajadores independientes e informales que dependen del día a día para subsistir, han alcanzado a ver la luz.

El desconocimiento sobre la manera en que funciona el Congreso, la frivolización y el simplimismo con que algunos medios de comunicación abordan temas escencialmente complejos, la sobrevalorización del “cosismo” y la invisibilización de los actores políticos que no se ajustan a tales parámetros, son elementos que contribuyen a agrandar la brecha y a alimentar el malestar ciudadano, reforzando la idea de la inutilidad de la actividad política.

Se acusa a la oposición política de no tener propuestas para el futuro. En efecto, a diferencia de periodos anteriores, en que a un año de las elecciones ya habia nombres e ideas que concitaban ciertos consensos, hoy los detractores del gobierno, al estar fragmentados en múltiples grupos con intereses disímiles, no hemos sido capaces de establecer ningun tipo de coordinación, ni nuestros partidos tradicionales, ni los emergentes ni los no alineados.

Y ante tal fragmentación, que también es un triunfo de nuestros adversarios, la ventaja la llevan los que están organizados, aunque no sean mayoría.

Y mientras estamos envueltos en esta dinámica, la derecha ha comenzado a instalar una nueva idea ante nuestras propias narices, en una época de apremios sanitarios, sociales y económicos, el plebisicto constitucional es un gasto innecesario. Nuevamente la política queda relegada a un plano secundario y el debate constitucional parece convertirse en una cuestión prescindible frente a “los temas realmente importantes”.

Con todo, el Covid 19 ha podido más que miles de discursos progresistas. Ha demostrado en la practica, y de manera brutal, la debilidad de los Estados que han asumido el modelo neoliberal de mercado como fórmula de solución a temas tan sensibles como la salud y la seguridad social. Y deja también en evidencia la necesidad de modificar las estructruras que por décadas han sostenido ese sistema económico que hoy, más que nunca, evidencia su crueldad.

En responder con certezas básicas a la incertidumbre del futuro es donde debemos poner nuestros esfuerzos, tanto los que somos parte de esta oposición política tan cuestionada como los que, más temprano que tarde, deberán tomar el relevo.

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